Los parientes, por Pablo M. Peñaranda H.
Twitter: @ppenarandah
Suegra en inglés: mother in law
Los falconianos, particularmente los de La Sierra, llaman a sus amigos más cercanos parientes y, ciertamente, esos amigos son considerados de la familia; es decir, de la misma sangre.
En esto de la familia quiero detenerme en uno de sus miembros que más de las veces es motivo de agudas comidillas y, en algunos casos, de expresiones sarcásticas y humorísticos comentarios: las suegras.
En mi caso fui un afortunado. Desde el primer instante aquella señora cautivó mi atención por un dinamismo muy particular. Cuando la conocí, estaba enfrascada en unas llamadas a un canal de televisión, el cual pasaba una telenovela que era de su preferencia y que ese día la habían suspendido para transmitir el juego de béisbol; donde se enfrentaban los eternos rivales: Caracas y Magallanes. Sus llamadas de protesta, con tono enardecido, eran para que el canal corrigiera –según ella– el error y lo acompañaba con la frase: “A quien le puede interesar esa cosa”.
*Lea: La organización, por Pablo M. Peñaranda H.
Siempre estaba con proyectos y se relacionaba con el mundo circundante de una manera desbordante de alegría y de solidaridad inmediata, cuyas acciones estaban, además, siempre llenas de un lenguaje con refranes jocosos.
Lo cierto es que me alegraba el alma acompañarle en todos sus proyectos. Por ella fui vendedor de trajes de baño, cuando le dio por fabricar bikinis; cuando le dio por fabricar carteras, le conseguí un vendedor. Cuando montó una floristería, en mis visitas me convertía en su mensajero, para llevar coronas a difuntos o ramos matrimoniales. Pero donde le puse verdadero entusiasmo fue cuando comenzó a realizar una especie de arpilleras, que ella denominó Miriñaques y que a mí me parecieron geniales, por la fabulosa mezcla de colores.
Eran figuras de retazos de tela a color, con las cuales montaba una escena. Con gran entusiasmo la animé a realizar una veintena, con la posibilidad de montar una exposición.
Para esa época, dos amigas habían montado una modesta, pero linda galería a la cual bautizaron con el nombre de: La Cayapa y donde se exponían artesanías de distintas regiones.
Hablar con ellas, siempre era un encanto y, en una de las visitas, les hablé de los miriñaques elaborados por mi suegra.
Se interesaron mucho y en una tarde los revisamos y desde ese momento acordamos la exposición. Jamás me había relacionado con dos personas con tanta armonía. Los aspectos de las monturas, el catálogo, el vernissage y los contactos con amigos para la inauguración: todo caminó sobre rieles. Una de mis cuñadas era una periodista consagrada y una de sus amigas se encargó de la nota de prensa.
Todo marchó con éxito y con tanta camaradería que aquello parecía una familia actuando para beneficiar a uno de sus miembros.
La exposición se realizó con éxito y mi suegra quedó tan encantada que planificamos otra, con escenas de la novela de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, la cual se realizó en el Círculo Militar de Caracas. Todo esto para decir que le tuve un afecto particular a mi suegra, al extremo de llevarla, solo para complacerla, a lugares respecto a los cuales siempre tomé distancia.
Para esa época la persona que ayudaba en las faenas hogareñas cumplía catorce años con nosotros y se había convertido en un miembro más de la familia. Tan cierto era, que a veces se atrevía a opinar sobre mis artículos científicos y en una oportunidad, me ayudó a fichar unos libros para una conferencia programada en una jornada científica en la universidad.
Ella tenía una inquieta y simpática niña quien, en los días laborables, pero en los que no había actividad escolar, entraba a la casa con mucha alegría; por el trato que se le daba.
Mi esposa cursaba la Maestría de Análisis Experimental de la Conducta en la Universidad Central de Venezuela y, en distintas asignaturas, la niña había sido objeto de investigación, a tal extremo que aprendió a leer a los cuatro años y medio, superó la tartamudez y logró controlar la micción durante su estadía en el transporte público. En fin, era el verdadero sujeto experimental.
El caso es que mi suegra estaba pasando unos días en la casa y coincidió con la niña. Esa mañana yo me despedí de todos armoniosamente y al retornar, a la hora del almuerzo, mi hija me informó que su abuela se había marchado con disgusto, porque la niña “la había corrido de la casa”. Tomé el asunto con mucha delicadeza dado los personajes.
Para ese momento había un grupo de amigos en la facultad con quienes teníamos obligatorias reuniones, para resolver distintos asuntos y no sé cómo le asomé a una amiga mi preocupación para dirimir el conflicto en términos fraternos con la madre de la traviesa niña de cinco años, ahora convertida en dueña de la casa. Esta amiga que tenía un humor particular, casi en voz de anunciante de peleas de gallos, informó al grupo de mi preocupación y propuso elaborar una lista de profesores que necesitaran alquilar la niña, a fin de salir de las suegras o de algún otro familiar que perturbara la paz del hogar.
Mientras la risa no cesaba, dado que las listas aparecían con cuentos sobre el particular, yo traté de dar un perfil amoroso sobre mi suegra, lo que desató más chistes todavía, situación que me obligó a dejar el tema de ese tamaño; tanto con los amigos como en mi hogar, pensando que el tiempo coloca las cosas en su sitio y las aguas tienden a volver a su cauce.
El cuento es que la directiva del Colegio de Odontólogos Metropolitano, me invita a realizar un curso intensivo sobre el control del estrés, conjuntamente con una profesora que había realizado un postgrado en Fisiología y a quien no conocía, sino por sus brillantes artículos científicos.
El curso transcurrió con toda normalidad. Ella con lujo de detalles y con ejemplos inteligentes disertó sobre las bases anatómicas y fisiológicas en la conducta del estrés. En mi turno, comencé por la importancia de la boca, me detuve en enumerar datos sobre la complejidad del mundo actual y la serie de conductas que provocan el estrés: cité algunos instrumentos psicométricos y culminé con una serie de recomendaciones para su control.
Al finalizar el curso era costumbre responder las preguntas de los asistentes, por lo cual ambos ponentes eran invitados a subir al estrado y allí (mientras se repartían los formularios para que los participantes anotaran sus preguntas) observé que la profesora, con mucha delicadeza, apagó el micrófono y se acercó a mí. Yo de inmediato le sugerí que el método para responder las preguntas era muy sencillo: yo respondería las que ella indicara. Para mi sorpresa ella me preguntó por la niña “corresuegras” y la posibilidad de alquilarla, dado que tenía ese problema en su casa y estaba a punto de tirar la toalla. Mi carcajada y, luego una risa sorda, se mantuvo en ambos, mientras respondíamos las preguntas.
Al final nos entregaron, como presentes, a ella un ramo exuberante de rosas y a mí una pequeña escultura, la cual ella miraba con insistencia y ante eso, yo le propuse cambiar los regalos, con el argumento cierto: en mi casa son bien recibidas las rosas.
A la salida, la esperaba su núcleo familiar y me invitaron a una especie de brindis que les guardaba. Agradecí el gesto, pero rechacé la invitación con un chiste de Bernard Shaw, en el sentido de que un caballero con un ramo de rosas en las manos, debe salir de ellas, lo más pronto posible.
Camino a mi vehículo, todavía mantenía la risa producida por la travesura de esa graciosa profesora.
Solo eso quería contarles.
Pablo M. Peñaranda H. Es doctor en Ciencias Sociales, licenciado en psicología y profesor titular de la UCV.
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