Lunes quince de enero del 2018, por Belis Vallejo

Autor: Beltrán Vallejo | [email protected]
Este año el día del educador, un momento para celebrar la construcción del futuro de una sociedad, fue más bien para colisionar en el Junquito la utopía y la distopía.
La utopía, representada por un Óscar Pérez que antes de esa fecha era un personaje de aventura y sin ninguna inserción social, sin ningún liderazgo, más bien un tipo de comic cuya labor sigue en penumbras en su origen y cómo fue su sostén. En todo caso se puede afirmar que funcionó como expresión romántica de una política de lucha armada que ahora sabemos que se está trajinando sin preámbulos por parte de sectores que adversan a Maduro y a su combo. En su caso fue una especie de guerrilla urbana cuyas acciones transmitieron un discurso agitativamente frustrado, sin mucho eco, pero que estaba ahí realizando acciones con mucha carga utópica.
Con todo el respeto hacia esos compañeros que optaron por la vía armada, yo voy a ser franco en decir que no me sentía ni me siento representado por su vanguardismo inconcreto, pero que ahora parece ser que superaron el esfuerzo que todo un espectro político y social ha hecho durante muchos años de lucha contra el proyecto totalitario; ¡qué ironía!
Ante los restos de Óscar y de su gente digo con sinceridad que no compartí ni comparto su ultravanguardismo, y eso no me hace menos luchador, no me hace cobarde ni comeflor, no me hace colaboracionista; él tenía su táctica de lucha, y la mayoría de los demócratas han trajinado con otra.
Eso no hace a ambas vertientes distintas moralmente, pero sí diferentes políticamente.
Por supuesto que me uno al coro mundial de repudio ante la acción cobarde y desmedida donde fueron emboscados por un insólito despliegue de fuerza bélica. Y me uno al coro exigiendo justicia para estos hombres que sucumbieron ante el terrorismo de Estado; como ayer lo fueron los masacrados de Cantaura y de Yumare; como ayer lo fue Tito González Heredia; como ayer ciento y pico de manifestantes fueron asesinados en las calles por los organismos de Seguridad de Maduro en el dantesco año 2017. Hay utopías peligrosas que tientan la muerte violenta.
En el caso de la distopía, o la utopía invertida, ella fue develada como masacre gracias al periodismo de guerra de la víctima protagonista quien con su procedimiento fílmico ahora coloca a los actores materiales, y a los jefezuelos del gobierno que dieron la orden y que auparon tal vileza, como incursos en crímenes que se corresponden a violaciones del Acuerdo de Ginebra y demás pactos internacionales referidos a situaciones con combatientes rendidos. Pero lo más importante en términos de simbología es que con tal acción los “hijos de Chávez” terminaron de enterrar lo que les quedaba como discurso moral y ético, y destruyeron a punta de bazuca su legitimidad como gobierno, como Estado. Ya no son un gobierno, ya no son las Fuerzas armadas, ni la PNB; son una patota matona. Ratifico que con el ajusticiamiento de Óscar Pérez y de su gente también el gobierno acribilló su legitimidad como proyecto al desenmascararse con un fascismo semejante al que imperó en la masacre del aeropuerto de Ezeiza, en la Argentina de los años 70 cuando se inició el gorilato; ése que predominó en Fujimori durante su asalto a la embajada del Japón en Lima durante la década tenebrosa de su dictadura.
Se fue la utopía en el Junquito y quedó el crimen. Estamos en plena fase inicial de la época del plomo.
He dicho.
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