Memorias del subdesarrollo, por Simón Boccanegra
Cuando la desgracia toca a las puertas de otros, la actitud normal de todo ser humano es la de brindar solidaridad y ayuda. El reproche habitual, que suele oponer nuestras propias carencias a lo que damos a otros, implica, por lo general, no sólo insensibilidad sino también un aprovechamiento políticamente oportunista de la situación. Los problemas propios no pueden servir de coartada para negar la ayuda —si es que se tiene con qué— a quienes coyunturalmente pasan por una crujía catastrófica. Así reaccionan normalmente los seres humanos.Por eso, recordando nuestro propio pasado reciente, uno todavía puede preguntarse cuál fue la razón, si es que hubo alguna que no fuera un temprano prejuicio ideológico, que llevó al gobierno venezolano a rechazar la ayuda norteamericana cuando del Avila bajaron las miles de toneladas de agua, tierra y piedras que asolaron al Litoral varguense. Cabe suponer que en esa oportunidad, el gobierno yanqui reaccionó tal como ahora el nuestro frente al desastre de Nueva Orleáns, cuando en aquella infortunada ocasión, ofreció ayuda para enfrentar las consecuencias del deslave en Vargas.Por eso nadie pudo entender lo que a todas luces fue una verdadera estupidez, un rasgo de infantilismo izquierdizante que no sirvió sino para prescindir de lo que en aquel momento habría sido una contribución significativa para aliviar la (mala) suerte de los varguenses. Lo que falta ahora es que Bush, que se parece tanto a Chávez, rechace la solidaridad venezolana.