Mi delirio en Fuerte Tiuna, por Teodoro Petkoff
Quien oyó ayer el discurso del Presidente, al cierre de la tradicional parada militar del 5 de Julio, debe haber sacado la impresión de que este país está literalmente en vísperas de sufrir una agresión armada por parte de alguna potencia extranjera. El lenguaje fue propio de una guerra inminente, pero más jactancioso que nunca. Deliró con las ametralladoras “punto 50” en el Avila, con los “misiles” que tumbarán los “aviones enemigos” y otras zarandajas similares, en el proverbial tono de “agárrenme que lo mato”. Y, sin embargo, nadie en su sano juicio percibe en el horizonte tal amenaza. De modo que hay que preguntarse a qué obedece esa retórica rimbombante, de tropical exuberancia y desmesura, sobre una guerra en la cual nadie cree, incluyendo a los propios partidarios más o menos serios del Presidente.
Los hechos son incontrovertibles. El matón del barrio no da ninguna señal de que se apreste a desembarcar en nuestras playas. No sólo porque está empantanado en Irak —lo cual ya sería suficiente argumento para no buscar camorra en la comarca latino-caribeña— sino porque cualquier análisis superficial de su política lleva rápidamente a la conclusión de que no tiene prevista acción militar en el continente. Muchas son las razones para ello pero baste con señalar que tan no la tiene que, a pesar de que hace ya tres lustros que desapareció el escudo soviético, no ha invadido a Cuba y ya los propios discursos de Fidel sobre tal posibilidad suenan tan huecos como los de Chávez. La otra hipótesis de guerra sería con Colombia. Sin embargo, ¿por qué nos atacaría nuestro vecino? ¿Lo haríamos nosotros? ¿Por cuál razón? Las habituales tensiones a propósito de guerrillas, paras y narcos no dan para armar un casus belli en ninguno de los dos lados.
Forzoso es concluir, pues, que esos aguajes belicosos podrían esconder otra intención. ¿Cuál podría ser? La de reforzar una óptica militarista sobre la vida de la nación. La de subordinar ésta a una concepción militar de la sociedad. Cuando el Presidente pregona, como ayer, que la defensa es la gran prioridad de la nación, subordinando a ella toda otra acción de gobierno, pretende, obviamente, encuadrar tanto la gestión de éste como el desempeño global de la sociedad a las supuestas exigencias de una emergencia bélica. Ya no sería el combate contra la pobreza, por ejemplo, el gran objetivo nacional, sino la guerra contra un enemigo, impreciso por ahora —aunque sean tan frecuentes las alusiones a la supuesta invasión del “imperialismo yanqui” —, frente al cual habría que poner en tensión todas las energías de combate del país, colocando, además, su conducción en manos de la FAN (y de su comandante en jefe, qué duda cabe), que, según se dijo ayer, sería la columna vertebral de la “estrategia nacional”.
La “guerra asimétrica” y el propio “socialismo del siglo XXI” no serían sino la coartada para la militarización del país.
Sin embargo, a pesar de lo grave del tema, es difícil no sonreír al pensar que, en el fondo, hay mucho más de Tartarín de Tarascón y de cuentos de cazador que de otra cosa.