Muertos en vida, por Teodoro Petkoff
Los atroces asesinatos de casi una docena de mendigos en las calles de Caracas, más allá de sus connotaciones propiamente policíacas, denotan la gravedad de la crisis social que conoce el país y que se hace espeluznantemente visible en la capital de la República. Al igual que las muertes de presuntos o verdaderos delincuentes en las cárceles o en los muy poco creíbles «enfrentamientos» con los cuerpos de orden público, las de los mendigos no tienen dolientes y no producen mayores sobresaltos en la sociedad. Pero tanto las unas como las otras no son sino la punta de un iceberg. Son alaridos, que nadie parece escuchar, provenientes de una sociedad descompuesta por la miseria material y espiritual de densos sectores de ella y que cada día se hace más perceptible ante nuestros ojos.
No es posible dejar de ver a las decenas y decenas de niños y niñas malabaristas que han tomado esquinas y semáforos en avenidas y autopistas, ni a los centenares de indigentes, de recogelatas, de niños huelepega, de madres warao que mendigan con sus bebés en el cuadril. No constituyen, ni de lejos, desde luego, la mayoría de la población humilde, pero su omnipresencia, el incremento geométrico de su número, sólo se pueden explicar por la acelerada desintegración de la vida social en esas capas de la población que las encuestas denominan asépticamente como «sector E» que no es otro que aquel donde campea la miseria más atroz y desesperanzada.
El gobierno presenta las «misiones» como parte de su respuesta al problema. Por supuesto que programas de este género, para atender la emergencia social, son necesarios, pero siempre que se tenga conciencia de que ellos atacan los efectos y no las causas de la pobreza. Incluso aquellos programas educacionales –Robinson, Ribas, Sucre, Vuelvan Caras– (sin entrar a considerar su verdadera eficiencia o la corrupción que los infecta) que ciertamente van más allá del mero asistencialismo, llegarán, sin embargo, a un cuello de botella cuando sus beneficiarios tropiecen con la realidad de una economía que no crea los puestos de trabajo necesarios. La educación, sin duda, es un instrumento de inclusión social y de lucha contra la marginalidad –y, en este sentido, las ‘misiones’ son conceptualmente correctas– pero se hace insuficiente si no está acompañada de la palanca decisiva en la lucha contra la exclusión, que es el empleo. Un gobierno que carece de un proyecto económico coherente y bien articulado y que se contenta con administrar la vida vegetativa de la economía, no puede darle sostenibilidad y proyección a sus programas sociales. Si la economía no crea empleos y si los programas sociales de emergencia no forman parte orgánica de las políticas públicas de desarrollo económico, terminan haciéndose incosteables. Ni siquiera la fantástica bonanza petrolera de que se ha beneficiado el gobierno en los últimos cuatro años podría financiarlos y su destino es el de una nueva frustración.
Este es el gran desafío que confrontamos como país, quienquiera que lo gobierne. O se aborda a fondo y prioritariamente la cuestión de la pobreza o el país vivirá en permanente inestabilidad y el inhumano espectáculo de la miseria de hoy sería una fuente permanente de desolación.