Oscar Pérez sigue en acción, por Gregorio Salazar

Autor: Gregorio Salazar | @goyosalazar
Cumplida con sevicia la sentencia de muerte, Oscar Pérez y sus compañeros se adentran ahora en otros ámbitos. Despojados de todo vínculo terrenal, ya no precisan de los pasos calculados ni de extremar la cautela, de armas ni de chalecos protectores. Nada dependerá ahora de sus movimientos. Despegarán simplemente adonde quiera elevarlos un imaginario popular dramáticamente ayuno de ejemplos inspiradores. Y que vive momentos del más profundo descreimiento.
Del 27 de junio pasado al 15 de enero de este año transcurrieron los 203 de su cruzada voluntarista, quijotesca y definitivamente suicida desde que decidió humillar el soberbio engreimiento de un aparataje policiaco-militar poderoso, sanguinario, desnaturalizado como no ha tenido precedentes en Venezuela.
Los amos del poder respondieron a su atrevimiento como a una vendetta personal cuando volcaron la violencia represiva hacia sus padres, ajenos a los planes del piloto y policía, para destruirles su vivienda. Desde ese instante si fue una acción en nombre del Estado, se trató de terrorismo de Estado, lo que terminó envolviendo todo el carácter de la arrasadora operación final.
Paradójicamente, haber concretado sus desafíos de manera limpia e incruenta, con un extraño halo de facilidad e impunidad como lo recogían los registros audiovisuales que inundaron las redes sociales, levantaron en torno a su figura el muro de la sospecha, la creencia de que sus acciones obedecían a una maniobra engañosa, distraccionista, un peón que se prestaba a otro perverso montaje de la dictadura.
¿Cómo pudo sobrevolar en helicóptero una zona que concentran tantos poderes como el centro de Caracas sin que lo derribaran ni lo apresaran? ¿Cómo pudo tomar por asalto un comando militar sin disparar un tiro? ¿Quién ha dicho que policía se levanta en armas? Y ya que ha sido actor, ¿cuánto le estará pagando el gobierno por esa pantalla de falso rebelde?
Aún en sus últimas horas, en pleno Gólgota, cuando su rostro salpicado de sangre y sus angustiosos mensajes en tiempo real no dejaban dudas de que marchaba definitivamente hacia el martirio, se mantenían los hervores de la desconfianza en las redes sociales. Divulgada la noticia de su muerte, se exigía la foto de su cadáver. Sólo faltó algún Santo Tomás del tuiter exigiendo hundir los dedos en los agujeros de sus balazos.
Los doscientos días de la epopeya de Oscar Pérez ha calibrado bien esa postración del ánimo nacional, ese sentimiento de frustración y desconcierto por los reveses políticos que ha invadido al venezolano, impotente ante el aplastante cerco político y el asedio del hambre, la falta de medicinas y necesidades de todo orden. No cree en nada ni en nadie.
Para una cúpula de ambición totalitaria que después de dos décadas en el poder maneja con maestría la construcción política del miedo, tener rodeadas a sus presas, disponiendo de una inmensa ventaja numérica y un poder de fuego descomunal, el pequeño grupo rebelde era un manjar irresistible para un odio tan bien incubado, una ocasión demasiado propicia yprovocativa como para no dejar sentado un atroz escarmiento de sangre.
Y enseguida ha venido la impúdica amenaza: quien siga el camino de Pérez y su gente correrá su misma suerte.
Cuando habían pasado 96 horas de la Masacre de El Junquito, ninguno de los cadáveres del grupo disidente había sido entregado. Esos cuerpos deben estar hechos añicos como quedó el chalet donde se refugiaban. El alto gobierno ya debe haber contemplado en versión digital el macabro resultado de su orgía criminal. Y sabe que exponerla a los ojos del público potenciará la condena y el repudio mundial. Cremarlos, desaparecer esa evidencia sería el objetivo, pese a la desesperada resistencia de los familiares.
Hay un charco de sangre a los pies de la silla presidencial. Su ocupante se dice victorioso, pero ahora es cuando más le teme a esos cuerpos hoy acribillados, pero no fuera de juego. Y eso es porque aún equivocado en su vía armada, iluso o soñador insensato, Oscar Pérez vuelve a la acción redimido por su martirio ante los ojos de un pueblo que como cualquier otro se rinde ante el heroísmo de quien ofrenda su vida en plena juventud y en nombre de la libertad.
Es el simbolismo que aterra y perseguirá a Maduro, Cabello y otros, pero que al mismo tiempo convoca al pueblo a creer en sí mismo y en su capacidad para perseverar en la irrenunciable lucha por una Venezuela de libertad, justicia y dignidad.
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