Otra muerte, por Fernando Rodríguez
Recuerdo yo que después del terremoto de Caracas en 1967, que dejó centenares de víctimas, un número inmenso de caraqueños pasó meses y meses contando su personal enfrentamiento con el sismo. Por supuesto había cuentos espeluznantes y trágicos que merecían ser contados, pero la inmensa mayoría eran simplones y por supuesto muy parecidos unos con otros: yo estaba con mi novia y de repente sentimos aquel ruido, nos quedamos mirándonos, quién iba a saber que era un terremoto si nunca lo habíamos vivido, hasta que vimos la lámpara danzando y entonces instintivamente corrimos hasta el jardín, etc.
Semejante obsesión colectiva mermó mucho el interés que nos producía la cercanía y el verbo de los conciudadanos. Claro se entendía que la naturaleza del susto había sido tal que la fijación y la reiteración se explicaban. Hizo falta mucho tiempo para que se olvidara el trauma y se diversificasen los temas de conversación.
Algo parecido sucede con el apagón, pero imagino que en menor escala dado que fue un proceso lento de tortura que rara vez nos llevó a límites como el rugir de la tierra. En mi caso no tuvo nada de sensacional físicamente hablando. Salvo una extraña vivencia que me turbo metafísicamente y que sin ser espectacular me dejó un raro sabor, no experimentado
Resulta que estaba solo, en un piso diez y con una rodilla muy dañada, a la espera de una operación, lo cual me impedía siquiera pensar en utilizar la escalera. En ese preciso momento prendí en VPI la marcha de ese día hacia la avenida Victoria. Me encontré con una escena bastante movida y que prometía quién sabe qué: llegaba un grupo de marchistas a ese sitio prohibido por el despotismo desde hace ya algunos años por formar parte del centro de la ciudad, que es propiedad privada del PSUV, sus matarifes y su malandraje. Bueno pero llegó ese contingente, otros habían sido retenidos; algunos diputados discutían con los policías. Guaidó había dicho que pasara lo que pasara la concentración era allí. De manera que cualquier cosa podría suceder. ¡Paf! y se apagó la pantalla y comprobé que se había cortado la luz. Y después de chequear el celular y el teléfono fijo caí en cuenta de que estaba totalmente incomunicado del mundo, salvo asomarme por la ventana y ver las calles semivacías de esa urbanización parsimoniosa.
Me sobrevino un susto, con una dosis alta de paranoia, porque mi mujer y mi hijo adolescente estaban en la marcha y quién quita los agarrara la sampablera imaginada, sobre todo a éste que le gusta inventar. En síntesis yo estaba fuera del mundo, no solo sin poder actuar sobre él sino sin saber nada de él. Y de la osada marcha y su destino.
Pasaba el tiempo. Como a la hora pensé que mi situación podría compararse a la de un preso, al menos en esos períodos de soledad a que lo someten durante mucho tiempo dictaduras como la nuestra. Salvo que yo tenía ciertas comodidades que a estos les faltaban. Y que podía ponerme a leer, por ejemplo, mientras volvía la luz o mi gente. Pero lo súbito e inestable de la situación y la bendita marcha me impidió seguir con un libro bastante pesadillo con el que tenía días combatiendo. Pensé que los presos se asumen como presos, tarde o temprano, en cambio yo dependía de un intangible que era ese bombillo, esa pantalla de la computadora o la TV o del teléfono. O sea que estaba en vilo, con los ojos demasiado abiertos, expectante, con una sobrecarga nerviosa evidente.
Hice una reflexión que me gustó sobre el hecho de que con tantos aparatos eléctricos para comunicarse con el exterior –súmele el ascensor- una situación así se hacía más insoportable, el sentimiento de aislamiento era mayor que lo que hubiese sido hace medio siglo o en una aldea nórdica medieval. Maldito progreso
Pero y he aquí la nuez del cuento, de repente me vino una relación con la muerte. Sí, las asociaciones funcionan así. Yo estaba en una especie de colorida y amable urna y afuera pasaban cosas, a lo mejor tremebundas, la barahúnda del mundo que me era inaccesible. Ay Dios mío que solos se quedan los muertos, decía Becquer en uno de sus empalagosos e interesantes poemas. Pero y a eso voy, porque es lo único que me suena interesante, era un horrible modalidad de la muerte, yo estaba muerto porque no tenía acceso al mundo –el hombre es “ser en el mundo”, dicen los fenomenólogos- pero estaba condenado a saber por toda la eternidad que él seguía allí, con sus dramas y sus comedias y yo condenado a ser un solitario e impotente testigo angustiado por él, con la soledad más cruel imaginable.
Nada. Por allí llegó mi mujer, cargada de cuentos de la victoria de haber llegado a la avenida Victoria con todo y Guaidó. Además con un bojote de novedades que le había contado Luis Manuel sobre los secretos del Vaticano opositor. El paisaje ontológico cambió pero me quedó esa imagen de una muerte como una eterna prisión, muy lejos y muy cerca del mundo, esperando algo milagroso e imposible que tenía que ver con la perdida luz de unos bombillos. Godot nunca llega.