Pandemia, por Omar Pineda
Twitter: @omapin
Esta mañana han vuelto a poner mesas y toldos en el solar del café de la esquina donde bajaba a deletrear el hormiguear del barrio y degustar la taza de café negro caliente que Sancho me servía disimulando su tristeza sin abandonar la rara amabilidad que desconcierta. Pero el viejo compinche boliviano ya no está y las mesas han sido extendidas con distanciamiento tan aséptico que al verlo desde mi ventana se me ha quitado el gusto de echarme agua en la cara y vestirme para cumplir con el ritual que he seguido sin remedio por más de 23 años. Es que se han ido, como personajes de una obra a quienes les toca desaparecer de escena en la medida que avanzan los capítulos, aquellos que acudían a ejercer el noble oficio de la contemplación.
En verdad a mí también, lo admito, me ha bajado el ánimo desde que Sylvie falleció, el mismo día que murió la vieja Milú, esa señora regordeta, de ojos saltones, que sudaba su mala actitud cuando recogía los platos con sobras y tazas vacías, y de quien nunca le escuché otra frase que no fueran los buenos días.
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Lo observo desde mi atalaya cotidiana, y tampoco están las atractivas chicas, olorosas a flor, que cumplían de manera automática el rol de meseras y sonreían con fingido entusiasmo, mientras acariciaban el sueño de encontrar un empleo mejor remunerado o exhibir sus habilidades de actrices en el teatro de enfrente. Pero es que tampoco está Didier, la dueña del agradable café parroquial donde no pocos ancianos sacan a pasear su soledad y se distraen con los sucesos inesperados de la calle alimentando así la certeza de que llevan algo a su habitación para no pensar y darle vueltas a la cabeza, como lo hago yo cuando trato de olvidar a Sylvie, quien la última vez que la vi respiraba como un animal herido mientras la subían en una camilla a la ambulancia. Me duele que no esté Didier desde esa noche cuando bajaba la puerta metálica y le pregunté ¿qué está pasando?, y ella añadió a sus ojos azules y a sus labios rosa una expresión de extrema timidez que luego acabó en miedo.
Extraño también a Sancho, el boliviano cordial, que me repetía la queja de que «no pertenecemos a este mundo, don Germán, por más que lo intentemos» y machacaba nuestra condición de sudamericanos, obligándome a evocar a la gente de mi país que dejé viva y ahora han desaparecido. Nunca supe si se llamaba Sancho, como nombre o apellido, o si era un mote que alguien le inventó con acierto, dada su baja estatura, la redondez del rostro y ese ritmo tambaleante al caminar cuando aparecía con la bandeja en alto, atorada como un autobús de pueblo, con los cafés, los croissants o las ensaladas que las chicas temerosas de engordar pedían más como una orden emanada de algún ser superior que como toque personal de su peculiar desayuno.
Sí, han desplegado las mesas de forma exageradamente distantes, todas con el recipiente de gel para lavarse las manos no sé cuántas veces, sin olvidar el uso obligatorio de la mascarilla.
Total, lo que desde mi ventana yo apreciaba como un lugar para la charla amena con desconocidos y el lento transcurrir de las horas se ha convertido ahora en una sala de cine vacía a la que intentan atraer espectadores que no sabemos siquiera dónde se han metido.
Mirándolo mejor desde aquí, con lo que me queda de aliento en mis 86 años, mientras le doy vuelta a la bufanda, a ratos me parece que en lugar de mesas lo que hay es una amalgama de lápidas con los nombres de los que no vendrán. Me asomo y creo reconocer al responsable de todo, ese que está sentado en la mesa de la esquina a la espera de ser atendido. Ahora que he tenido tiempo suficiente para vivir me arriesgaré y tendré la osadía de desafiarlo y preguntarle, por ejemplo, hasta cuándo va a seguir boicoteando nuestras pequeñas alegrías.
Omar Pineda es periodista venezolano. Reside en Barcelona, España