Pecados y pescados en Semana Santa, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
No soy experto en cuestiones religiosas donde predomina la abstinencia y el ayuno. Lo mío es la alimentación, sus causas y consecuencias. Por eso requiero ayuda. Por favor, necesito que alguien me explique en qué parte de los textos sagrados aparece la ordenanza que nos manda a comer pescado en estos días santos. Hay prohibición de consumir carne y toda una historia en torno a eso, es verdad, pero no he encontrado ni una línea donde me digan que, en su reemplazo, debo ingerir proteína que venga de las espinas y las escamas.
Desde niño mi dieta estos días estuvo marcada por un nombre: bacalao. Era lo que mi padre cocinaba y todos teníamos que comer, nos gustara o no. Obviamente, no nos gustaba, no porque él lo preparara mal, no, sino porque ya veníamos sometidos a la tortura diaria del aceite de hígado de bacalao que mi madre nos daba entre cucharadas y amenazas. Eso sí era terrible, no la correa, sino el maldito menjunje que sabía a diablos, más todavía porque era un producto artesanal sin aditivos ni edulcorantes para mitigar todo lo desagradable que pueda encerrar el hígado de un pez monstruoso en nuestra imaginación. Aún no se inventaba la emulsión de Scott que le puso sabor a fresa al suplicio maternal en pro de nuestra salud.
El bacalao es el gran ausente en nuestra mesa pese a que, en el primer libro de cocina venezolana, Guía del Ama de Casa, de Tulio Febres Cordero, de 1899, aparece como la principal preparación con productos procedentes el mar. Febres Cordero presenta nueve recetas con pescado de las cuales ocho son de bacalao.
Las razones hay que buscarlas en la condición geográfica donde se ubica esta cocina: Mérida. Alejados del mar, la única manera de comer pescado en esas montañas era conservado en sal, fuera auténtico bacalao (Gadus morhua) del Atlántico norte o cualquier otro pez del mar Caribe y sus alrededores que, por uso y costumbre, llamaban bacalao como sinónimo de pescado en salazón.
El bacalao se asocia hoy con las cocinas portuguesas y españolas, principalmente. Fue, en su época, el más importante sustento de las tripulaciones que surcaron lo mares durante las grandes exploraciones y así llegó hasta nuestras costas. Pero el concepto de pescado conservado en sal ya era conocido y dominado por nuestras aborígenes. Las salinas de Araya eran el gran reservorio de la riqueza más preciada desde tiempo inmemorables: la sal.
*Lea también: La cocina y el fuego pemón, por Miro Popic
Cuenta Gonzalo Fernández de Oviedo, en Historia general y natural de las Indias, islas y Tierra Firme del mar Océano, que «el manjar más grande de los indios son los pescados de los ríos y de la mar… Hay abundancia de pescados buenos en Cubagua y aún se traen salados en cantidad a esta isla española en algunas carabelas…». Luego agrega que, en 1515, 94 mil lisas saladas de Araya fueron exportadas para la isla de La Española y Puerto Rico. Hoy, las grandes mayorías el único pescado que conocen es el supuesto atún que viene en las latas de la bolsa CLAP.
El bacalao es el más sabroso de los pescados secos salados, porque es el más bajo en grasa (3%). Tiene la carne blanca, es de sabor suave, textura firme y grandes hojuelas. Proviene de los mares profundos fríos y salinos que permiten la acumulación de aminoácidos que aportan sabor.
El agregarle sal utilizada en su conservación aumenta sus propiedades y lo enriquece aún más, así como ocurre con una pierna de cerdo que luego se convierte en jamón. Rico en proteínas, bajo en grasa, pleno de nutrientes, el bacalao es una importante fuente de vitaminas y minerales que lo convierten en un alimento perfecto para regímenes especiales o personas a dieta. Pero, más que nada, es mejor consumirlo por el placer de apreciar su carne ya que estamos ante el más sabroso de los pescados que nos brindan los mares.
El secreto para su preparación está en la manera de desalarlo. Hay que dejarlo en agua durante 24 horas o más, dependiendo del tamaño de la pieza, siempre con la piel hacia arriba, y cambiarla varias veces. Incluso, como hacen en Cumaná, algunos recomiendan hacerlo con agua de mar. Puede parecer una contradicción, pero tiene sentido, ya que la mejor manera de resucitar su carne es volviéndola a introducir en el ambiente natural en que transcurrió su vida.
Ahora, ya no hay que desalarlo pues se consigue congelado listo para su consumo, sin desperdicio alguno. Sale incluso más económico que el mero o el pargo que nos quieren vender en Semana Santa como si fuera caviar. El verdadero pecado no es tanto comer carne, sino pagar lo que el pescadero nos quiere cobrar. Me quedo con el bacalao que me enseñaron a comer desde pequeño, aunque no me gustara. Hoy es uno de mis platos preferidos. Mi madre sabía lo que hacía.
Mail: [email protected]
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.