Petro es más peligroso que Timochenko, por Eduardo Mackenzie
Agudos observadores acuden en estos días a la teoría del carisma personal para explicar la presencia de Gustavo Petro en la segunda vuelta de la campaña presidencial de Colombia.
El hombre, dicen, habría conquistado, a puro pulso, un nuevo electorado y superado el rechazo que genera su pasado de terrorista, su atrevido chavismo y su pésimo desempeño como alcalde de Bogotá.
Aunque el popular candidato de centro-derecha Iván Duque se perfila como el probable ganador de la segunda vuelta el próximo 17 de junio, al haber obtenido más de 7,5 millones de votos en la primera, relegando a Petro y a sus 4,8 millones de votos a un segundo lugar, admiran el hecho de que el candidato de la izquierda anacrónica haya alcanzado ese nivel tras los escrutinios del domingo pasado.
Otros se preguntan cómo hizo Gustavo Petro para obtener esa votación –importante pero no óptima–, cuando él sólo había conseguido, en marzo pasado, el respaldo de 2,8 millones de personas en la consulta interna de la izquierda.
Creo que la explicación de ese salto cuantitativo es política, no psicológica.
Petro llegó a la segunda vuelta pues él cuenta con el apoyo del establecimiento santista, de las Farc y del caudal habitual minoritario de los grupos marxistas. No es cierto que el impopular presidente Santos haya sido uno de los perdedores del domingo pasado. Juan Manuel Santos ha sido el tercer ganador. Gustavo Petro era su verdadero candidato. No lo eran ni Vargas Lleras ni Humberto de la Calle. Ambos habían sido desgastados hasta la médula. El uno por ser el ministro y el vicepresidente de Santos que respaldó la rendición del Estado colombiano ante los apetitos de Cuba, bajo la forma de unos “acuerdos de paz”. El segundo por haber sido la pieza maestra de ese abyecto convenio.
Gustavo Petro, en cambio, aunque trabajó siempre contra la democracia, no apareció como operario directo del corroído “acuerdo de paz”. Él apoyó desde el primer momento los contactos en La Habana. Respaldó a Santos cuando éste propuso, en 2013, un plebiscito para “validar los acuerdos”. En noviembre de 2014, el restituido alcalde Petro le prometió a Santos que “10.000 gestores de paz” saldrían de esa dependencia a explicarle a los bogotanos los acuerdos de La Habana. El 30 de enero de 2016, Petro se reunió en Cuba con los jefes de las Farc. Al día siguiente, éstos avalaron la línea de Petro de convocar una Constituyente para “blindar los acuerdos de paz”. Probablemente desde entonces vislumbraron el potencial de Petro como candidato presidencial.
Cuando comenzó la campaña por el plebiscito, Petro se sumó al bando del Sí y anticipó que sería candidato presidencial. El uribismo constató de esa manera que Petro sería “el caballo de Troya de las Farc” en los comicios de 2018. En octubre de 2016, cuando ganó el No, Petro salió a perderse. En noviembre de 2017, Petro enfureció: como el Congreso había limitado la JEP (justicia a la medida de las Farc) él amenazó con la guerra; dijo que las Farc y el ELN se irían al monte de nuevo pues los legisladores habían “destrozado” la JEP.
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La trayectoria de Petro al servicio de las Farc es evidente. Él es el mejor soldado en el terreno civil que ha tenido la jefatura de la actual subversión comunista.
Petro emerge como el dirigente extremista que desafía a todos: quiere llegar a la Casa de Nariño mediante el voto popular para cumplir dos objetivos: aplicar a fondo, y por todos los medios, los rechazados acuerdos de La Habana y acabar con la Constitución actual
Petro no fue ajeno al éxito de Hugo Chávez cuando éste decidió imponerse como el “mejor amigo” del presidente Santos, desde noviembre de 2010. ¿Petro participó de alguna forma en la ruptura política entre el expresidente Uribe y Santos en abril de 2011? ¿Cuál fue el papel de Petro en agosto de 2012, cuando Santos confirmó que había un diálogo en La Habana de 6 puntos con las Farc?
El compromiso de Petro con las Farc es viejo. Nadie olvida que Petro fue partidario del despeje de 42 000 km² del Caguán, Caquetá y Meta (4% del territorio colombiano) en noviembre de 1998. Ese experimento absurdo fracasó al cabo de tres años pues las Farc siguieron asaltando y secuestrando, sin avanzar en la salida negociada. Un mes antes del fin de ese proceso, Petro repetía la consigna de “salir de la guerra por la vía de la negociación”, para lo cual había que ampliar, según Tirofijo y Raúl Reyes, la zona desmilitarizada. La opinión pública pedía lo contrario, cesar esa farsa y recuperar la soberanía nacional en la vasta zona. Eso fue lo que ordenó el presidente Andrés Pastrana el 20 de febrero de 2002.
Gustavo Petro trata de maquillar su compromiso y de aparecer como un caudillo “progresista” y “moderado” como tantos otros, pero el país lo conoce. Petro no es un presidenciable leal. Su juego es contrario a los intereses de Colombia. Petro invierte la lógica formal: pretende ser el candidato “de la paz”, contra los “guerreristas” que quieren modificar los acuerdos de La Habana. Su meta es salvar la atroz aventura de 50 años de las Farc y el régimen venezolano. Las víctimas del régimen madurista claman por eso por una victoria aplastante de Iván Duque el 17 de junio.
La candidatura Duque-Ramírez tendrá que mostrar el verdadero perfil de su temible adversario y estar muy alerta ante el menor golpe bajo del poder santista si quiere que no se repita la derrota de junio de 2014 y que la mayoría de los 6,5 millones de votos de los candidatos perdedores (Sergio Fajardo, Germán Vargas, Humberto de la Calle, Jorge Trujillo y Viviane Morales) pasen al campo de la salvación de Colombia.
Tras la justificada destitución de Petro como alcalde de Bogotá por el Procurador General, sanción que fue ratificada por el Consejo de Estado, el presidente Santos obró para que Petro, su protegido, fuera restablecido en la alcaldía. Petro amenazó a Santos con revelar secretos si no lo hacía. Santos obedeció. Lo que siguió fue la polémica decisión del Tribunal Superior de Bogotá del 19 de abril de 2014. Después, el apoyo de Petro fue “decisivo” para la reelección de Juan Manuel Santos, como éste lo admitió públicamente.
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En otras palabras, Petro hace ocho años está en el poder, no ejerciendo el poder pero sí participando, orientando y ayudando discretamente al régimen santista y recibiendo los beneficios materiales e inmateriales de esa colaboración. Para la elección presidencial él logró el respaldo de ese poder y de sus clientelas. Lo dice el haber ganado únicamente en los siete departamentos donde el clientelismo santista es más fuerte. Los efectos de su trabajo de largo aliento están a la vista. El país no perdona las patéticas secuelas del “acuerdo de paz”: las pseudo “disidencias” traficando y matando como siempre, los cultivos de coca en auge, los jefes farianos disfrutando de privilegios, en plena impunidad y alistándose para llegar a Congreso, Timochenko amenazando al uribismo, Santrich traficando droga, la JEP diseñada por comunistas extranjeros, etc.
Petro es el beneficiario de la destrucción del Estado de derecho en Colombia. Si el orden jurídico hubiera existido Petro no habría podido inscribir siquiera su candidatura a la presidencia de la República.
Petro no ha construido su tinglado. Él es el beneficiario, el heredero, de un andamiaje político bien financiado destinado a completar el plan de La Habana.
Hay que ver y combatir la verdadera perspectiva que encarna Gustavo Petro. Sin él, la estrategia de poder de las Farc sufriría un revés duradero. No olvidemos eso al escuchar sus peroratas incendiarias y al momento de depositar el voto en la segunda vuelta. Para que el santismo muera, como pide el periodista y escritor español Ramón Pérez Maura, hay que derrotar a Petro.