Por la boca muere el pez, por Teodoro Petkoff

No por casualidad la Declaración contra la Violencia, por la Paz y la Democracia, firmada el 18 de este mes por gobierno y oposición, está llena de alusiones a las consecuencias negativas del lenguaje violento. En cinco de sus ocho puntos se hace referencia central a este tema. En el punto 1 se rechaza explícitamente la intemperancia verbal, el lenguaje hiriente; en el punto 3 se rechazan las expresiones que signifiquen agravio u ofensa y las manifestaciones de intolerancia; en el punto 4 se insta a cesar y proscribir toda actitud directa o indirecta de agresión, amenaza, hostigamiento o violencia; en el punto 5 se exhorta a todas las instituciones a emitir mensajes que exalten los valores democráticos y los principios de paz, tolerancia y convivencia; en el punto 6 se subraya la contribución que podrían dar los medios de comunicación mediante la divulgación de mensajes y programas que promuevan la paz, la tolerancia y la convivencia.
El lenguaje no es neutro. El lenguaje tiene consecuencias.
Una mentada de madre puede producir una balacera.
De allí que en este clima de pugnacidad e intolerancia que nos agobia, la búsqueda de soluciones incluye como ingrediente esencial una recomposición del lenguaje. Pero en esta recomposición tendría que desempeñar un rol fundamental el propio Presidente de la República. Su lengua ha sido factor decisivo en el desencadenamiento de esta crisis porque ya desde la campaña electoral la agresividad de su discurso y las violentas metáforas que solía utilizar marcaron un desempeño oratorio que en los años siguientes no ha dejado hueso sano. Ese lenguaje hiriente, agraviante, ofensivo, intolerante, amenazante, violento y opuesto a la convivencia, ha tenido consecuencias tanto sobre sus partidarios como sobre sus adversarios. En ambos estimula la confrontación.
En los partidarios porque los enardece; en los adversarios porque los irrita, los provoca y también, lógicamente, los enardece. El discurso presidencial dispara la adrenalina en los dos bandos. Por eso, la búsqueda de una solución negociada necesita de un clima verbal distinto.
Obras son amores. Si el gobierno en verdad quiere participar de la búsqueda de una solución negociada, está obligado a ponerle sordina a la incansable lengua presidencial.
Eso tendrá consecuencias, sin duda.
Todo esto viene a cuento a propósito de los bombazos de ayer. Es una inocentada creer que el discurso del domingo anterior no tiene nada que ver con lo ocurrido. Haya sido un grupo ultra, chavista, que cree interpretar y reforzar así la palabra presidencial, o un grupo ultra, adversario, que aprovecha el discurso del domingo, con la seguridad que hará del chavismo violento (y hasta del gobierno) el primer sospechoso, las imprudentes expresiones de Chávez, dichas, además, en su característico estilo peleón y agresivo, no se pueden separar de lo ocurrido.
Quizás una manera de comenzar a implementar las intenciones de la Declaración del Meliá, para enfrentar este tipo de acciones, sea la de producir acuerdos dirigidos a controlar y reducir la emisión de mensajes agresivos y violentos, comenzando por los del propio Presidente. Ojalá este salto cualitativo en el terrorismo logre lo que no ha sido posible alcanzar con todas las advertencias que se han venido haciendo en el sentido de que el presidente morigere su lenguaje. Es la hora de montar ese mecanismo de enlace permanente entre gobierno y oposición, dirigido, según reza el punto 7, al “cumplimiento efectivo de los contenidos” de la Declaración.