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¿Pueden morir las ciudades?, por Marco Negrón



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Opinión TalCual | febrero 6, 2018

Marco Negrón | @marconegron


Como era de esperar, varios atentos e informados lectores reaccionaron a mi artículo anterior considerando exagerado su título. Y quizá tengan razón: si es cierto que hubo en el pasado ciudades que “murieron” (pienso en la civilización maya), tal cosa parece descartada en un mundo tan interconectado e interdependiente como el actual; sin embargo, lo que sí es indiscutible es el riesgo de que caigan en una suerte de vida vegetativa que, por supuesto, comporta graves daños para sus economías y, lo que es más grave, sus habitantes.

Pero no son pocos los autores que han reflexionado sobre el tema a propósito de la ciudad moderna. Jane Jacobs, autora de The Death and Life of the Great American Cities, uno de los textos más influyentes en el pensamiento urbanístico contemporáneo, afirmaba en 1985 que “las sociedades y civilizaciones cuyas ciudades se estancan, no se desarrollan ni vuelven a florecer. Se deterioran”. Y si el libro de Jacobs aludía a la resurrección (la vida después de la muerte) el año pasado el periodista Peter Moskowitz, en el libro How to Kill a City, alertaba respecto a las amenazas que hoy se ciernen sobre las ciudades norteamericanas, en algunas, paradójicamente, como consecuencia de su éxito en las décadas pasadas.

Detrás de todo esto subyace una idea fundamental, como es que las ciudades no son solamente una infraestructura física, no importa cuán compleja y sofisticada ella pueda ser, sino sobre todo una forma de vivir en comunidad o, en palabras de Octavio Paz, una civilización. Y la alerta que hoy lanzan autores como Moskowitz se refiere precisamente a cómo ciudades que han alcanzado elevados niveles de desarrollo económico, lideran los procesos de generación de conocimientos y han construido un medio urbano de gran calidad pueden, al mismo tiempo, ahondar las desigualdades sociales y económicas y, a través de los llamados procesos de gentrificación, disparar dinámicas de exclusión de un número creciente de actividades y de ciudadanos, muchas veces con largo arraigo en el sitio, vedándoles el disfrute del progreso urbanístico y conspirando contra la diversidad social y económica que hace a la esencia de la ciudad.

En América Latina, contrariando los pronósticos agoreros de décadas pasadas, hoy muchas ciudades conocen notables mejoras en la calidad del medio urbano que se han traducido en mejoras también en la calidad de vida de sus habitantes, incluso los de menores ingresos. Aunque todavía registran carencias y retardos importantes, los signos de los tiempos apuntan al progreso como lo han subrayado, en referencia a la experiencia de Medellín, el premio Nobel de economía Joseph Stiglitz u Oriol Bohigas, considerado el cerebro del “modelo Barcelona”.

Lamentablemente, no ha ocurrido lo mismo en Venezuela, donde las ciudades entraron en este siglo en un declive inimaginable que apunta al colapso, algunos de cuyos rasgos se mencionaban en el artículo anterior. Entre estos destaca esa suerte de crimen silencioso que ha sido la irresponsable liquidación de todo el sistema de gobierno metropolitano.

Si a ello se suma el cerco político y financiero a las alcaldías municipales y el acoso a las universidades el resultado es la anulación de la capacidad de pensar la ciudad, cuya ruina económica y física ya no sólo es incapaz de atraer al talento, la savia vital de la ciudad contemporánea, sino que lo expulsa. Puede que nuestras ciudades no mueran, pero su renacimiento va a ser difícil, costoso y prolongado.

Al margen: El gobierno se jacta de las sumas milmillonarias que destina a ampliar la autopista Fajardo para mejorar la movilidad de los autos privados. Siguen dando tumbos mientras el Metro se cae literalmente a pedazos, el transporte público superficial enfrenta el colapso y se menosprecia la movilidad alternativa: socialismo del siglo XXI en todo su esplendor.

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