¿Quién querría vivir para siempre?, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
«There’s no time for us
There’s no place for us
What is this thing that builds our dreams
Yet tips ‘em ‘way from us
Who wants to live forever?
Who wants to live forever?»
“Who wants to live forever?”, Queen (1986)
Recordaba cómo la juventud entera se me ha ido en esto, pequeña. ¿Sabes cuántos quedaron en el camino? Fernando [Albán], que era un santo, hace tres años; José Luis [López Noriega] –el recordado «Chispiao»– que citaba de memoria a Maurice Duverger mientras practicaba tiros al aro en cualquier cancha de barrio en pleno Petare. Pienso también en los muchachos caídos del año 14 y del 17, una brillante juventud política que reflexionaba sobre sus tesis de grado al tiempo que colgaba pendones de madrugada en los postes.
Estoy cansado, pequeña. El paso de los años es inexorable. Así lo testimonian la piel de mis manos y de mi cuello, las canas que plenan mi cabeza y hasta el cristalino de mis ojos, que según me dicen se ha sido poniendo opaco. Tendría yo poco más de 30 cuando me dije, sentado en un café como este en plana rambla de Barcelona: «¡vámonos para Caracas ya mismo, esto hay que pararlo!» Así lo hice. Fue en 1998. Los mejores años, mi querida, los del «divino tesoro» de la juventud. Resistiendo esto y combatiéndolo lo mejor que pude, se evaporó mi mocedad.
Pero no vayas a creer que el drama que estamos viviendo comenzó en 1998, no. Fue bastante antes, pequeña, cuando las élites políticas, intelectuales, empresariales, académicas –y hasta las médicas– de este país se desentendieron de su deber abandonándolo progresivamente en manos de aventureros.
Tú no habías nacido, mi querida. Aquellos eran los tiempos en los que cualquier empleadito de banco se ponía en un apartamento en Sebrings o Lake Placid, para entonces las mecas de un consumismo inmobiliario venezolano respaldado por la moneda más sobrevaluada del mundo.
Años del «ta´ barato, dame dos», del gûisqui corriendo en los «after office» de los viernes en institutos y ministerios y de negociados que nos parecen pálidos comparados con los de hoy; tiempos de contrataciones públicas firmadas en barras de Las Mercedes, de «apóstoles» que no eran precisamente los que siguieron al Señor dejando atrás sus barcas a orillas del Mar de Galilea y de crónicas sociales en las que a las mujeres más bellas de Caracas se las clasificaba en una lista de «ensabanables» en la que era obligante figurar. Y mientras, mi niña, la vida en el país real iba bullendo. O, como de la Argelia de su tiempo dijera Ben Bela, «pudriendo», con nuestras élites calladas, entretenidas y colgándose condecoraciones entre ellos.
Hicimos lo que mejor pudimos, chiquita. Fuimos tenaces en la protesta. Unos «duros» pues. Y no poco palo llevamos por ello. Recuerdo aquel decano de Medicina, cuyo nombre prefiero no pronunciar, que hace muchos años, durante una sesión del consejo de la Facultad, me humillara un día públicamente diciéndome: «¡hasta cuándo con usted, bachiller! ¡Vaya mejor a leerse el Harrison`s si es que quiere ser médico y déjese de esas pendejadas en las que siempre anda metido»! Mira tú ahora en lo que paramos, querida, mira nada más: de aquellos polvos, estos lodos en los que tu generación hoy se ahoga.
Por estos días cumplo años, querida. Me pregunto si lo habrás de recordar. Con el tiempo, la lectura sin lentes correctivos se me ha hecho penosa, las idas al urinario más frecuentes mientras las canas van cantando victoria en toda mi cabeza. Porque el paso del tiempo, como te he dicho, es inexorable. Habrás visto por allí quien ofrezca pretendidas «terapias anti-edad» como si la senescencia fuera una enfermedad cuando la realidad, simplemente, es que uno va envejeciendo.
He hecho todo lo que he podido, mi querida. Perdona si no fue lo suficiente. Perdónanos a mí y a mi generación, en la que si bien mucho abundó el «pata è rolo» también fue pródiga en gente que lo dio todo por ese país mejor que nunca llegó.
Pero como te digo una cosa, te digo la otra: aún me quedan algunas piedras en la mochila y mi brazo conserva todavía algo su puntería de antaño. No voy a quedarme sentado en una poltrona viendo pasar el tiempo que me quieran marcar las arterias, cuya suerte dejo a mi fiel lisinopril como al ibuprofeno la de mis reumas. Porque yo me niego a echarme mi poltrona a envejecer contemplando el país roto y degradado en el que nos hemos convertido para luego legártelo como la más vergonzosa de las herencias.
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He de vivir. Vivir lo suficiente para ponerle el hombro a la gran transformación que está por hacerse y que – créeme– nadie más hará por nosotros: ni los americanos, ni los europeos, ni los multilaterales ni ninguno de esos filántropos con dinero para quienes Venezuela es apenas un videojuego.
Aquí la sangre, el sudor y las lágrimas las tuvo que haber puesto mi generación antes que la tuya, que terminó pagando cuentas de una juerga que otros montaron antes de que tú nacieras.
Sí, he de vivir. Vivir lo que toque, pero echando el resto. Vivir, aunque sea renqueando, que es mejor que parecerse a un zombi adocenado por el poder y envilecido por ese confort de los señores sensatos que hoy llaman a «diálogos» con las cárceles llenas de muchachos presos. Nunca me lo permití de joven y no lo haré ahora de viejo. No firmaré armisticios con los poderosos a estas alturas, siendo que de muchacho siempre les supe empotrar a cada uno mis pedradas más certeras. Para nada me importará si me execran de sus salones y de sus círculos siempre que en este café que ya conoces quede alguna mano generosa que me ofrezca un «marroncito», que ponga a sonar a Freddy Mercury y que respete el silencio de un hombre que se ha ido convirtiendo en una máquina de recordar, en un amasijo de nostalgias imposibles: un hombre que va envejeciendo en medio de la angustia de sentir que aún no ha cumplido del todo con su deber. ¿Quién querría vivir para siempre bajo el peso de tanta vergüenza?
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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