Revocado Aznar, por Teodoro Petkoff

Autor: Teodoro Petkoff
En medio del llanto y el luto, caliente todavía la sangre de las víctimas, pero convocados por la Constitución a la cita electoral, los pueblos de España le han pasado una gruesa factura a Aznar. Sí, a Aznar y su política, porque no es que el PSOE ganó, ni que el PP perdió. Perdió Aznar. Los pueblos españoles castigaron a Aznar. La nauseabunda maniobra oportunista, de culpar de inmediato a ETA, fue la que provocó el espectacular vuelco de la opinión pública ibérica en dos días apenas. No fue, por supuesto, ninguna solidaridad con esta organización terrorista la que volteó la opinión pública. España entera, vascos incluidos, rechaza a ETA. Lo que condujo a este desenlace inesperado fue la percepción de que Aznar pretendía desviar la atención hacia el terrorismo interno, para eludir la asociación del atentado con su participación en la guerra de Irak. Los españoles castigaron a quien ni siquiera en aquel terrible momento de dolor y cólera se había abstenido de halar la brasa para su sardina, queriendo sacar partido electoral de la muerte.
Más le habría valido callar, anunciando simplemente las investigaciones del caso, pero su mala conciencia lo traicionó. Por eso apeló al cómodo chivo expiatorio de ETA, tratando de crear in extremis una matriz de opinión que le fuera favorable.
Aznar intuyó la derrota y pretendió anticiparse a una conclusión obvia para millones: la atroz matanza de los trenes tenía que ver con la guerra de Irak. Había metido a su país en un conflicto ajeno a España, a pesar de que el 90% de la nación le había dicho que aquella no era su guerra. En su infinita arrogancia, no quiso escuchar la voz del pueblo y tercamente persistió en el empeño de asociarse a la aventura de Bush-Blair. Ahora, no quiso que los españoles recordaran eso. Fue en vano, lo recordaron y por eso lo revocaron.
Aznar había resistido mejor que Bush y que Blair las consecuencias de la mentira sobre las inexistentes armas de destrucción masiva en Irak. Tal vez porque no podía jactarse de las (des) informaciones de sus servicios de espionaje, como sí pudieron hacerlo, para su desgracia, Bush y Blair con los suyos.
Pero la gota que colmó la paciencia de los españoles, lo que desnudó toda su política fue la manipulación absolutamente inmoral de la tragedia para su propio provecho. No sólo se había asociado a la mentira de las armas de destrucción masiva sino que ahora también, torpemente, intentaba una engañifa absolutamente carente de principios. Esta vez, sin embargo, la mentira tuvo las patas más cortas que de ordinario. En 48 horas los españoles le dieron la espalda a un partido que hace una semana parecía enrumbado hacia una cómoda victoria. No se discutía si ganaría sino si podría repetir la mayoría absoluta con la cual contaba hasta ayer en el Parlamento. Pero España se sintió doblemente herida y tomó otra decisión, que no fue sólo política. Posee, más que nada, un profundo contenido ético y moral. Una vez más resultó cierto el apotegma de Lincoln: no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo.