Rotondaro o la banalidad del mal, por Gustavo J. Villasmil Prieto
En mayo de 1961 el mundo entero presenció el inicio del juicio que en Jerusalem se le habría de seguir a Adolf Eichmann, el oscuro teniente coronel de la Schutzstaffel alemana -la macabra SS- responsable directo de la matanza de millones de judíos en Europa bajo la ocupación nazi. Hannah Arendt, para entonces en funciones de corresponsal de The New Yorker, destaca en su memorable crónica de aquellos acontecimientos que:
“…Eichmann tenía la plena certeza de que él no era lo que se llama un “innerer schweinehund”, un canalla en lo más profundo de su corazón…”
Educado y cortés. Hasta por “buena gente” podía haber pasado aquel monstruo a cuyo cargo se construyeran, entre otras factorías del horror, las cámaras de gas de Auchswitz y de Treblinka. La impresión que nos deja Arendt sobre aquel hombre lo congela a uno: ni más ni menos que la de un tipo “normal” y hasta afable, un perfecto “cara ´e tabla” muy lejos de pasar por psicópata ante nadie, para quien “cumplir las leyes de su bandera” privaría por sobre cualquier otra cosa, incluidas las vidas de millones de hombres, mujeres y niños. Es así como la gran autora arriba a lo que definiera como la banalidad del mal.
Recordé las memorables páginas de la gran Hannah Arendt mientras escuchaba la entrevista que Idania Chirinos le hacía a un lloricoso Carlos Rotondaro desde Bogotá. Un Rotondaro que para nada recordaba a aquel oficial jaquetón que con más mandíbula que cerebro dirigiera a culatazos la sanidad venezolana como parte del tándem de destrucción institucional que conformara con otros dos militares de ingrata recordación: Luis Reyes Reyes y Jesús Mantilla. Con la característica pobreza de lenguaje que distingue al generalato venezolano de estos tiempos, aquel pobre hombre se esforzaba por eludir las frontales preguntas de una siempre circunspecta Idania, que hacía evidentes esfuerzos por no estallar de indignación frente a aquella expresión de maldad banalizada.
Con su mejor administrada cara de “yo no fui”, el infeliz general que por más de una década administrara la seguridad social venezolana nos dice ahora desde Colombia que no, que él no fue. Que fueron Tarek El Aisami, Torrealba y el ladrón de siete suelas de Luis López Chejade, pero que él no. La esperanza de vida del venezolano se redujo en tres años y medio durante las dos décadas de régimen chavista.
Estudios de prospectiva citados entre otros por el profesor Ricardo Hausmann han estimado hasta en un millón el número de vidas venezolanas sacrificadas en los altares de la revolución tras 20 años de epidemias, de violencia y de desinstitucionalización sanitaria. Pero Rotondaro se deslinda ahora del régimen que lo hiciera general y ministro; mismo régimen que, poniéndolo “donde hay”, le hizo posible adquirir – seguramente de manera non sancta– un envidiable “pied-á-terre” nada menos que en el parisino barrio de Saint Germain-des-Prés, donde difícilmente podría alojarse alguien que asegure vivir de su sueldo. Pero no: ahora resulta que, después de todo, él no fue. Rotondaro, como el Eichmann oloroso a 4711 al que pillaron un día en Buenos Aires, no pasó de ser un obediente funcionario haciendo su trabajo y nada más. No hay en su semblante conciencia ni noción alguna de culpa. Ninguna.
Como no la hay tampoco en el denominado “chavismo duro” responsable de la destrucción de un país entero. Puede que la haya entre algunos miembros de su siempre exiguo círculo de intelectuales marxistas que dentro y fuera del país encontraron en la llamada “revolución bolivariana” una nueva oportunidad para poner a prueba sus oxidadas tesis de fundamentación hegeliana; tesis estas que trazan el destino inexorable de la historia marchando en pos de un “absoluto” ante el que el hombre y su conciencia nada pueden. De allí que, confrontados con sus propios crímenes –los de Hitler, pero también los de Stalin, los de Mao, los de los Castro y los de Pol Pot-, ellos nunca aparezcan como responsables de nada.
Ante todo ello les grito: “¡pura paja!”. ¡Flatus vocis que con sello de marca de “filosofía profunda” nos venden y publicitan! Verboso gamelote cuyo alcance no llegó hasta la cabecera de los más de 5000 enfermos renales muertos entre 2017 y 2018 tras una década de administración rotondariana del único programa de hemodiafiltración que existe en este país.
Pecado imperdonable de quienes allende y aquende nos vienen ahora con aporías típicas de “izquierda Starbucks” latinoamericana mientras que aquí estamos contando niños muertos por difteria. Miseria de intelectuales y de tecnócratas “bon marchées” que un día encontraron la oportunidad de sus vidas – ya saben ustedes, el apartamento en Miami, la Ford Runner de sus sueños, el puestecito de burócrata indespeinable en Viena o la lancha en Morrocoy- poniéndose al servicio de una caterva de felones ignorantes que, como Rotondaro, con mucho esfuerzo logran construir una frase completa en aceptable español.
Espeluzna oír hablar a estos militares y demás miembros de la nomenklatura roja. No hay en ellos conciencia alguna de mal. La maldad intrínseca causante del drama actual del enfermo venezolano no es reconocida como tal y apenas se le pretende disfrazar de falencia técnica, de corrupción administrativa o de incompetencia. Pero es mucho más que eso: es maldad. Maldad “pura y dura”. Maleficencia propia de quienes como Rotondaro actuaron soslayando las previsibles consecuencias tanto de sus acciones como de sus omisiones y hoy recorren como magdalenas los estudios de radio y los sets de TV de por estos lados del mundo buscando acuerdos de protección, visas y perdones para retirarse sobranceros a sus costosos nidos privados.
Aquí no estamos para ingenierías políticas ni para “rutas críticas” propias de tecnócratas de esos que todos los días comen completo. Ningún plan nacional de reconstrucción ni ninguna política para el poschavismo tendrá futuro si no se acomete seria y frontalmente la tragedia venezolana actual desde lo que es: una confrontación de carácter esencialmente ético. Aceptando desde ya lo polémico que tal afirmación resulte digo que, en adelante, toda política de fondo en Venezuela tendrá que ser de carácter profundamente moralizante. Nada menos se puede exigir para un pobre país como el nuestro que por 20 años ha permanecido preso de la maldad institucionalizada.
Referencias:
Arendt, Hanna (ed.2003) Eichmann en Jerusalem. Lumen Ensayos, Madrid, 464p.