Se va Betty, viene Hugo, por Teodoro Petkoff
Bueno, hoy llega a su fin la madre de las telenovelas, la historia de amor de la cándida Beatriz Pinzón Solano, «Yo soy Betty la Fea». Durante largos meses este país, como todos los del continente, se paralizaba a la hora de transmisión de las peripecias de la falsa fea y de su galán, Don Armando. Brillantemente actuado, sin el engolamiento ni el acartonamiento que inexplicablemente caracterizan a la telenovelística nacional, el melodrama colombiano, diestramente aderezado con oportunos gags humorísticos, ajustado al patrón clásico del género (los amores imposibles, que finalmente coronan el Everest del final feliz con velo y corona), produjo, sin embargo, un fenómeno de masas que ninguna otra telenovela había logrado. ¿Qué tenía «Betty» de distinto como para captar una tan dilatada y extensa atención del público? Era el mismo culebrón de siempre, mejor elaborado, ciertamente, con un muy buen libreto, pero con la misma «técnica» sensiblera. ¿Por qué, pues, tamaña penetración popular?
¿Qué cuerda profunda del alma popular tocó «Betty»? Dejemos a los especialistas la explicación del fenómeno. Pero no era difícil apreciar en el culebrón un patrón de relaciones sociales que no es ajeno a la vida real de estos países nuestros. Don Armando, Doña Marcela y familia, más que personajes de novela, son arquetipos de una clase social. Su modo de relacionarse con sus trabajadores, arquetipos de otro sector social, está caracterizado por el desprecio, el autoritarismo y el más absoluto desinterés por la vida de estos. Uno es el mundo de la «beautiful people», el otro es el de los «feos» («feos» porque son negros, mulatos, «niches» y, en definitiva, pobres). Son mundos incomunicados. ¿Cómo no ver en el Don Armando que «enamora», manipula y engaña a Betty a las clases dirigentes y sus políticos que durante décadas «enamoraron», manipularon y engañaron a sus respectivos pueblos? ¿Cómo no ver en la terrible venganza de Betty, antes de que el melodrama llegara a su esperable final sensiblero y cursi, las reacciones populares que cada cierto tiempo ponen en jaque el establishment político-social, ciego, sordo e insensible? Ha ocurrido algunas veces que los culebrones, sin que esa haya sido la voluntad deliberada de sus autores, portan una suerte de mensaje profundo, que llega más bien al inconsciente colectivo y toca algunas cuerdas sensibles en los sectores preteridos, produciendo un raro fenómeno de identificación de masas con aquel planteamiento subterráneo. Tal fue el caso de «El derecho de nacer», un fenómeno como el de «Betty».
Anoche, viendo a Chávez explicar ante el mapamundi dónde quedan y cómo son los países que ha visitado, recordábamos a una señora, más o menos encopetada, que se burlaba de ese «maestro de escuela que cree que nosotros no sabemos dónde queda Rusia». La buena señora no se ha dado cuenta de que en este país, bastante más de la mitad de sus habitantes nunca pudieron aprender las cosas más sencillas. Los políticos de antes olvidaron eso y sólo se hablaban a sí mismos. Quienes se preguntan cómo es que la popularidad de Chávez no baja significativamente harían bien en tomar nota del tremendo vínculo afectivo que crea el dirigirse a la gente de un modo en que cada quien siente que lo están tomando en cuenta. Como Don Armando cuando descubrió que tras la fea, cuando todavía era fea (antes de que le quitaran el flequillo y la vistieran elegantemente), había un ser humano y no una tuerca desechable, carne de cañón de todas las ambiciones. El discurso afectivo de Chávez, ¿será el del primer Don Armando?. Algún desengaño hay ya.