Sensus communis: una necesidad, por Alejandro Oropeza
Twitter: @oropezag
Ningún Estado en guerra con otro debe permitirse
tales hostilidades que hagan imposible la confianza
mutua en la paz futura .
Immanuel Kant: La paz perpetua, 1795.
Lo afirmado por el filósofo alemán en la obra citada, La paz perpetua, no solo es aplicable a los Estados, que es la referencia inmediata, sino que entendemos que lo propio es válido para las relaciones humanas e interpersonales en general. Es preciso actuar en las relaciones con los otros de tal manera que, aun cuando existan enfrentamientos, confrontaciones y diferencias, jamás se permita se cierre definitivamente la posibilidad de reconocer al otro y de reconciliar posiciones que, en un futuro, hagan viable la convivencia y, como bien lo dice Kant, la paz.
Cualquiera de nosotros o, en mejores términos, buena parte de nosotros suscribiríamos tal afirmación, asumiríamos tal advertencia como una ruta en nuestro actuar y en los análisis y juicios que hagamos sobre una situación en particular. Ello, por cuanto de lo que se trata es de mantener latente un fundamento real y posible para construir futuro; es decir, para que una esperanza de algo mejor siempre guíe nuestras acciones, más aún cuando ese futuro y esa esperanza sea la referencia de una sociedad que evolucione en el tiempo y, gracias a esa concepción compartida de futuro, conforme una nación. Sin futuro no hay nación, nos enseñaba Ortega y Gasset.
Pero, en estos últimos tiempos se aprecia que una soberbia —o un gran temor— pareciera orientar la acción de los jerarcas de la revolución. No deja de sorprender, además, la pretensión de sustentar (es un decir) buena parte de su discurso en la mentira y la justificación falaz de las decisiones. Mientras, aguas abajo, como dice mi recordado profesor Friedrich Welsch, la población, la sociedad, la ciudadanía —como bien quiera considerarse—, padece y sufre los impactos de las decisiones/omisiones del régimen. Ello es particularmente evidente en el tema de las vacunas para afrontar responsablemente el dramático impacto que está teniendo la epidemia en nuestra gente, en todos nosotros.
Es un ir y venir irresponsable y burlesco, una manifestación malsana e intencional de voluntad de hacer mal, de generar temor, de crear incertidumbre en la población sobre la cual se tiene, como Estado y como seres humanos, la atribución de organizar y garantizar los medios para la vida y la salud.
No hay ya manera de ocultar el indiscutible y catastrófico impacto que en las últimas semanas ha tenido la incidencia del covid-19. Cada día nos enteramos del deceso o el padecimiento de alguien cercano, vemos imágenes que se filtran a la opinión pública, en medio de una salvaje censura de los medios, en las que los abnegados trabajadores de la salud tratan de dar una mano, una luz de esperanza de vida a quienes soportan los estragos de la enfermedad. Es dantesca la realidad, mientras los «colectivos» (¿estarán vacunados?), por nombrar a algunos de los actores políticos del régimen, atacan y agreden a quienes, en su legítimo derecho, reclaman del Estado el cumplimiento de las obligaciones y mandatos constitucionales.
Se pretende que un gran silencio sea la expresión del temor de una sociedad indefensa; y la complacencia alcahueta una de las 30 monedas de pago por la traición imperdonable a un pueblo que muere a decenas.
Cabe preguntarse: ¿por qué? ¿Cuál es el motivo de tan ensañamiento? ¿Dónde está la conciencia de servidores públicos de esta gente? Y, no menos importante: ¿cuál es su concepción de futuro para el cual no dejan ninguna posibilidad para que ellos estén presentes?
Pareciera que la plaga particular que afecta a la nomenclatura revolucionaria es la pérdida del sentido común; de aquella lógica de actuar en el ámbito de sus responsabilidades y atribuciones como representantes del Estado que asuma la atención de las necesidades de la población objeto de su responsabilidad. Si en algún momento los funcionarios públicos del régimen tuvieron algo de sentido común, este se diluyó precisamente en la soberbia y en la mentira.
*Lea también: El hábito de la solidaridad, por Rafael Uzcátegui
Hablamos de sentido común como una idea que es, precisamente, común a todos; por lo tanto, que tiene en consideración no solo la propia opinión sino que toma en cuenta el pensamiento y posición de los demás. Es decir, parte de reconocer la existencia de otros que tienen y poseen la capacidad de pensar en función de los problemas que afectan a un universo de personas. Nadie es dueño de una verdad absoluta, simplemente por que ella no existe. Quizás, sea prudente que los jerarcas del régimen en un ejercicio que permita dejar abierta una rendija para su propio futuro, comparen y escuchen el juicio y las opiniones de los «otros» dentro y fuera del país; y que no solo oigan y se solacen en los cantos de sirena de los aduladores, placenteros sí; pero, que los llevarán a estrellarse contra el presente y perder la posibilidad de tener futuro.
¿Cómo? Pues una de las vías podría ser poniéndose en el lugar del otro, haciendo abstracción de las limitaciones que dependen del juicio de cada uno de los jerarcas.
Volviendo a Kant, este afirma que «…no hay nada más natural que hacer abstracción de encanto y de emoción cuando se busca un juicio que deba servir de regla universal». Pero, bajemos a tierra: ¿como sociedad nacional, pensamos que podemos exigir un comportamiento semejante a un dictador que urbi et orbi proclama a los cuatro vientos soberbio y desfachatado: «¡Yo ya me vacuné!», mientras un terror hace transpirar a cualquier venezolano que siente algunos de los síntomas de una afección que puede arrebatarle la vida y, mientras tanto, se niega la posibilidad de ingreso de vacunas (ya gestionadas) en un afán demoníaco por confundir salud con ideología?
En realidad, quedamos paralizados y sorprendidos (sí, debemos reconocerlo) de la actitud del régimen, de su irresponsabilidad e inhumanidad. Ya salió, por ejemplo, un alcalde en Yaracuy a marcar las casas en las que se padece la enfermedad, patética demostración de lo peor de la Edad Media que sufrimos en nuestra Tierra de Gracia. Luego, se apresuró creo que la seudofiscalía, a dejar sin efecto la orden.
¿Qué más da?, efectivamente, esa es la orden… ¡quién lo duda!, discriminar y segregar, para capturar aliados y seguidores en la necesidad y por el temor y el miedo de perder la salud y la vida propia y de los familiares.
¿Qué queda, qué sobrenada?: la posibilidad infinita de unirnos como sociedad, de hacer todo lo posible para generar acuerdos para acordar una idea común de futuro en el cual demos inicio como un todo a la reconstrucción, a la reconciliación y al reencuentro. Esa posibilidad podría sustentarse en tres elementos: que pensemos por nosotros mismos como colectivo; situarnos y respetar el pensamiento del otro y ponernos en su lugar, y que estemos de acuerdo y en paz con nosotros mismos. Pensemos: ¿apreciamos en el dictador exultante del «¡yo ya me vacuné!», estos mínimos o en quienes a través de los medios de comunicación se jactan de su soberbia y mentiras, mientras la población muere de a decenas sin atención, sin esperanza, sin posibilidades de nada, más allá de la mano humana y solidaria de los héroes de nuestro tiempo: el personal sanitario?
Hoy, en atención a lo afirmado por Kant en 1795, podemos afirmar que la dictadura se ha permitido tales hostilidades con su propio pueblo y que, ciertamente, se hace imposible confiar en ellos para alcanzar una paz futura.
¿Qué piensa usted, que tiene como ciudadano y como mujer y hombre de este país todo el derecho de opinar y de decir lo que crea?
Alejandro Oropeza G. es Doctor en Ciencia Política. Escritor. Director Académico del Politics Center Academy-USA. CEO de VenAmerica, FL.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo