Ser o no ser, por Teodoro Petkoff
Mientras la cosa era desmontar el poder institucional de AD y de Copei, Chávez contó, mucho más que con la indiferencia de la mayoría del país, con el disfrute que ésta experimentó ante esa suerte de venganza que llevó adelante el Vicario de la Historia que decía ser el comandante. 1999 y buena parte de 2000 fueron años triunfales. La aplanadora chavista ganó cuanta elección se le atravesó por delante. En menos de dos años sacó del juego al viejo Congreso, cambió la Corte Suprema de Justicia, metió en un puño Contraloría, Fiscalía y Defensoría del Pueblo y transformó en un guiñapo al CNE. Las cotas de popularidad del Presidente se mantuvieron en niveles astronómicos, así que llegado el séptimo día Jehová descansó su brazo y gritó a los cuatro vientos, con palabras del Eclesiastés: «Hay tiempo para destruir y tiempo para construir. Llegado es el tiempo de construir». Envainó la espada y tomó el arado.
Pero hete aquí que finalizado el «ajuste político», como lo denominó, el arado presenta una desagradable tendencia a atascarse. Los sindicatos, que lucían como presas fáciles, inexplicablemente resistieron el misil que les disparó. Las universidades le propinaron una derrota ejemplarizante. La administración pública bota la segunda continuamente. No hay plan que se cumpla. El MVR es un partido abúlico, que no da la pelea ni en el Parlamento ni en la calle. La causa no tiene apóstoles. Hugo tiene que marchar en la procesión y, al mismo tiempo, repicar las campanas. Nadie da la cara, nadie se bate por la verdad revelada. Dos años apenas y la ética revolucionaria no ha resistido las delicias del poder; cada quien anda buscando el acomodo personal. En la Cuba de Fidel el Rolex es el símbolo de status, en la Venezuela de Hugo lo es el Cartier de siete mil dólares. La trastienda de la revolución es un ring de catch-as-catch-can: todos contra todos. Las mejores «fuentes» de los periodistas políticos son los grandes jefes. Aquí publicamos, uno junto al otro, chismes contra Miquilena que llegan del Ministerio del Exterior y chismes contra Dávila que llegan del Ministerio del Interior. ¿Austeridad? ¿Dedicación? Son palabras que no aparecen en el Chavelotodo.
Jehová busca remedios. Piensa en el diluvio, para castigar la soberbia de los hombres. Quiere volver a la zarza ardiente de la revolución, el samán de Güere, para dictar de nuevo las tablas de la ley. No sabe que el samán ya no existe. Está tan muerto como el MBR-200. Acaricia la idea de un «estado de excepción» y ordena a uno de sus sacerdotes que la lleve a los papiros. Puras jugadas espectaculares, vacías de sustancia. Se acerca la hora de los grandes dilemas: continuar huyendo hacia delante o abrir nuevo juego; continuar polarizando o construir los consensos necesarios para poder gobernar. Avanzar sin transar (como decían los suicidas que precipitaron la caída de Allende) o transar para poder avanzar, como aconseja el sentido común. Tiene veinte días, lejos del mundanal ruido, para pensarlo n