Sinéad o la desesperación, por Gustavo J. Villasmil-Prieto

Twitter: @Gvillasmil99
Una tarde-noche de octubre de 1992, al volante del viejo Malibú que me llevaba y traía del Hospital Vargas. El conductor del programa radial que solía sintonizar durante mis obligatorios desplazamientos por la Cota Mil sorprendió a toda la audiencia rompiendo en pedazos, al aire, un «compact- disc». El «crash» fue estremecedor: «en este programa no se pone a sonar más nunca a Sinéad O’Connor». Por aquellos días, la cantante irlandesa cuya muerte hoy lamentamos había hecho mofa pública, en uno de sus conciertos, de Su Santidad San Juan Pablo II. «Me dispensan», agregó el indignado locutor, «pero no, no me la calo. Irrespetos al Santo Padre aquí, no».
«Nothing compares 2U» acompañó a mi generación en sus entonces innovadores «walkmans». No había modo de sustraerse de la voz y la mirada de aquella chica de Dublín cortada a rape que narraba en su canción la pena por el amor perdido – según decía– exactamente siete horas y 15 días atrás.
La de Sinéad O’Connor fue una vida atormentada por el recuerdo de una infancia difícil en el seno de una familia disfuncional de la Irlanda católica que con el tiempo se fue cayendo a pedazos. Los excesos y la droga, unidos a viejos resentimientos, fueron mellando el espíritu de la hermosa cantante hasta ponerle fin a su historia apenas hace unos días, en circunstancias que mucho han dado para el rumor y la cotilla, pero no para una reflexión sobre nuestra común tragedia en medio de estos tiempos; tiempos en los que el «Dios ha muerto» nietzcheano se impone sin encontrar resistencia.
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El hombre de hoy quedó en la intemperie espiritual, viviendo lo que el mismo autor, en otra parte de su obra, llamara una vida «desnuda». El «tótem» de la tecnología no terminó de hacernos el milagro que sus sumos sacerdotes nos prometieron. Tampoco lo logró el culto al cuerpo y a los sentidos ni la exaltación del «aquí y ahora» preconizado por la caterva de estafadores de la «Nueva Era» en sus libros de «autoayuda», promotores de una espiritualidad no teocéntrica, «light», a la medida de cada quien, sin deberes ni restricciones, profundamente egoísta, desapegada y reivindicadora del Protágoras al que tan rotundamente derrotó Sócrates hace 25 siglos.
Sinéad O´Connor nunca se ahorró nada en su crítica a la Iglesia Católica y con razón. Para el catolicismo, el siglo veinte transcurrió en medio de grandes vergüenzas: desde el obispo austriaco Alois Hudai y sus «líneas de las ratas» para salvar de la justicia a exjerarcas nazis, a la Teología de la Liberación del clérigo dominicano Gustavo Gutiérrez Merino y del brasileño Leonardo Boff, que en los 70 hasta fotos con Fidel Castro se hizo.
Siguieron el escándalo del Banco Ambrosiano en los 80, el chancro de la pederastia que ensombreció el pontificado del gran Benedicto XVI y ahora el sínodo alemán y su «catolicismo a la carta», que amenaza la médula de la doctrina y del magisterio de la Iglesia.
La Iglesia es hechura de Nuestro Señor, pero sus administradores hemos sido los hombres: «Tú eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi iglesia» (Mt 16:18). Si sus grandes aciertos son obra de Dios, sus muchos errores han sido absolutamente nuestros. Toca hacer lo imposible por achicar el fondo de la Barca de Pedro que amenaza con hundírsenos con tantas líneas de agua que en el casco se le han abierto, defendiendo la verdad «aunque volvamos a ser solamente doce», como dijo San Juan Pablo II. Allí está la tarea. Cosa muy distinta es denostar de ella y, peor aún, de Dios, al conjuro de un laicismo empeñado en expulsarlo de la vida de los hombres en medio de un mundo en cuya puerta, como en la del infierno de Danter Allighieri, han colgado el cartelito de «abandonad toda esperanza».
El llamado Primer Mundo, tan laico y otrora tan feliz, vive asediado por nacionalismos y supremacismos enfermos, por la violencia nihilista y demás males propios de la desesperación: las adicciones, el abandono de sus débiles, la xenofobia, la aporofobia, la depresión, el suicidio juvenil. Shane, el hijo de Sinéad de apenas 17 años, se había quitado la vida en enero de 2022. A ella misma le fue diagnosticado un trastorno bipolar en 2003. Expresiones todas de ese «desarme del yo» que plantea el coreano-alemán Byung-Chul Han y que tan expresivo es de esa «guerra consigo misma» que libra nuestra «sociedad del cansancio»; guerra en la que, hastiado de sí y emocionalmente exhausto, cualquiera encuentra motivos para descerrajarse un tiro en la cabeza, lanzarse de un décimo piso o inyectarse una ampolla entera de fentanilo.
En Venezuela, tendríamos que pensar en el drama de Mérida, donde según el Observatorio Venezolano de Violencia, la tasa de suicidios ascendió a 17 por cada 100 mil habitantes, tres y media veces la nacional. Son las sombras de la sociedad sin Dios, que no tiene espacio para la esperanza y en la que todo se permite, pero nada ni a nadie se perdona.
De allí vienen los atormentados del mundo, a quienes a la hora de la desesperación nadie les abre la puerta. «Bloggers», gurúes de la TV, «influencers», teleevangelistas chamánicos, orientalistas, iluminados, oficiantes de la cultura «woke», «coachs», ni «healers»: nadie aparece en ese segundo trágico en el que alguien presiona el émbolo de una jeringa, tira del gatillo de un arma o salta desde alguna cornisa para escapar de su dolor.
Elevo mi oración de hoy por el descanso de la muchacha irlandesa de mirada profunda que en los 90 nos agasajó con una voz a la que nada se le comparaba. Inmensa debió ser su tribulación.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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