Sobre el debate, por Fernando Rodríguez

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Eso de «yo voto siempre» es tan necio como el «yo no voto nunca». Lo sensato, salvo en casos excepcionales, es decir: voto cuando lo creo convergente con determinados fines, estrategias, cálculos a corto o largo plazo. Igual vale para el diálogo que en tanta gente produce escozor nada más oír la palabra y otros lo consideran la más obvia panacea del quehacer político, casi su sinónimo. Y, así, cualquier decisión colectiva —y si vamos a ver, humana— no puede brotar de fórmulas vacías sacralizadas, hasta probablemente hay que “inventarla”, diría el joven Sartre.
La verdadera manera de “hacer política” no es, evidentemente, permitirse todo género de acercamientos y concesiones al poder, si uno se considera opositor, para supuestamente lograr la estocada final en una peculiar esgrima de salón. Ni tampoco el principismo que impide cualquier actitud que pueda siquiera parecerse a una transacción, así sea puntual y menor, con el contrincante abominado.
Truismo: no hay reglas absolutas en la vida política, que quizás sea una de las actividades humanas más complejas, donde entran más condiciones y el entrecruzamiento de estas.
Con razón Augusto Comte consideraba que las ciencias humanas eran las últimas en aparecer en la historia por su intrincada complejidad, mucho mayor que la de las matemáticas, nacidas en la Grecia antigua, o las físicas en el Renacimiento. Y de esas ciencias sociales la política probablemente sea la más enrevesada.
Hoy sabemos que eso de las ciencias sociales es todavía una verdadera quimera, a pesar de los esfuerzos reiterados y variopintos hechos para reducir sus niveles de imprevisibilidad y acabar de una buena vez con eso que milenariamente ha sido llamado libre albedrio, la libertad de escoger de los humanos pues. Es posible que mañana la inteligencia artificial y los algoritmos lo logren, pero por ahora los venezolanos no podemos domeñar ni siquiera la pétrea y limitada cabeza de Maduro y su corte.
Una manera de eludir el tener que pensar las condiciones y los caminos más fecundos para llegar a la meta —en este caso acabar con la dictadura— es hacer una suerte de razonamiento inductivo, paso de lo particular a lo general, absolutamente primitivo. Tratar de demostrar nuestra posición mostrando la falsedad, por unos muy pocos casos —tres, cuatro o cinco veces— que en el pasado la tesis contraria a rebatir ha fracasado. Es lo que hace Ledezma que, por supuesto, no es docto en lógica, en estos días. Como tales y tales concurrencias a justas electorales han fracasado no tiene sentido que nos planteemos elección alguna, que todas serán una farsa con que nos engañará el tirano.
La respuesta, igualmente mecánica, será reunir unos cuantos casos que han sido el camino en que florecieron las amapolas. El primero seguramente será el de Pinochet. Tablas. Y no ganamos mucho en desarrollar el debate.
Lo primero que debemos meter en nuestros morrales políticos es que del pasado no brota ninguna conclusión necesaria, que la “verdad” con que trabajamos será siempre precaria, salvo que sea un dogma (la verdadera ciencia, hasta las más duras, parten de que los conocimientos con los cuales trabaja, son falsables, están abiertas al cambio) y que no pueden eludir el análisis del presente, sus especificidades y diferencias. Igual aquellos que afirman que todo proceso termina en una transacción y que es mejor hacerla lo antes posible, no postergarla para cuando haya cadáveres y destrucción en nuestras calles. Basta recordar que también ha habido golpes de Estado, revueltas populares o las tales elecciones forzadas que han dado al traste con gobiernos villanos.
A priori ni los dialoguistas son unos entreguistas ni los inmediatistas, cese del usurpador, unos ilusos irresponsables. Eso es una discusión de sordos y obtusos.
La elaboración de esa imprescindible estrategia unitaria, su naturaleza y su ritmo, no puede nacer y fructificar sino de un debate sin prejuicios y formulillas sin asideros.
Fernando Rodríguez es Filósofo y fue Director de la Escuela de Filosofía de la UCV.
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