Sobre el fin del mundo, por Fernando Rodríguez
Lo del meteorito valenciano, o lo que sea, fue lo que activó la cadena de recuerdos. En realidad no eran muchos pero sí densos, hondos. Me di cuenta de que no eran sobre meteoritos aunque recordé que de niño temí que alguno gigantesco desintegrara el planeta; ni siquiera sobre el universo que nunca ha sido un tema muy mío. No gusto de la ciencia ficción, he reverenciado una sola película que recuerde, 2001 Odisea del espacio. Y solo me ha intrigado de verdad una frase del gran Pascal, la que habla de su temor a los espacios infinitos. La cual solo entendí a cabalidad cuando un gran historiador del pensamiento me explicó que el tal miedo era a que la tierra no fuese como antaño el centro del universo, apropiada morada del más excelso ser de la creación, el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios y el resto era solo escenografía prescindible.
Ahora era un minúsculo grano de arena sin lugar preciso en el universo infinito de la ciencia de Copérnico y Galileo. Una gran humillación, dijo Freud, siglos más tarde y era una imagen ciertamente triste. No he hecho alguna relación entre Pascal y Kubrick, por lo demás
Lo que si recordaba bien era el tema del fin del mundo que me produce cierta efusión emotiva. Seguramente lo habían puesto de moda en mi adolescencia las bombas atómicas y los ovnis que presagiaban “la conquista del espacio”. Y flotan algunas imágenes desleídas y dispersas en mi memoria de comics, películas o literatura infantil. Pero lo que lo hizo definitivo fue una breve y lapidaria frase de un mustio familiar, poco hablaba, que en una discusión de almuerzo dominical sobre el tema dijo: “la gente es bien pendeja, el mundo no se acabará nunca, se acaba para el que se muere”. Yo tendría diez años, calculo, pero creo que esa frase decidió que estudiara filosofía, aunque en ese momento no debía saber de su existencia. Hoy la recuerdo nítida, ahora que sé que no tiene explicación y que muy probablemente mi elección no fue la más fructífera.
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Federico Riu tenía un gran sentido el humor, cuando no era perfectamente serio. De jubilado volvía a su España natal y pasaba unos meses en su ciudad, Lérida. La había cogido con los filósofos posfranquistas a quien consideraba frívolos, mediáticos, necios, narcisos. Eran verdaderos estrellas de la acelerada modernización. Un día me preguntó si me preocupaba mucho la bomba atómica. Le contesté que no, que seguramente como por estas latitudes había tantos dramas uno ni se planteaba ese tan último. Me contó que a los filósofos españoles, falto de urgencias, le había dado por ahí y que era el gran tema ontológico de moda, la única modificación del ser habida nunca, su desaparición de toda conciencia. Razón por la cual se había puesto a meditar en el asunto. Y que paradójicamente no sólo no lo atormentaba sino que no lo veía tan mal.
El día que vayan a tirar las bombas nos iríamos a casa, bien apertrechados de buen licor, como un 31 de diciembre; la televisión seguiría trasmitiendo, recordando que había que tomarse las últimas coca-colas o cualquier otra mercancía, y llegado el momento nos daríamos el último abrazo. Mejor que morirse pudriéndose con un cáncer en un pulmón, en medio de llantos y dolores. Cuestión de pensarlo, le dije.
Ahora está en boga el cambio climático y las locuras de Trump y similares que amenazan la salud última del planeta. Yo lo miro con el pesimismo metafísico de mi pariente y la ingeniosidad de Federico. Siempre concluyo tímidamente que al fin y al cabo la humanidad ha hecho unas cuantas cosas notables como para merecer seguir jugándosela