Socialchavismo, por Teodoro Petkoff
Chávez suele decir que “su” socialismo va a construirse en la propia marcha y que no repetirá ni el modelo soviético ni el cubano. Los hechos, sin embargo, parecen desmentirlo. Lo que viene ocurriendo en nuestro país apunta más hacia las experiencias totalitarias y fracasadas del siglo XX que hacia las democráticas y exitosas. No importa lo que digan Chávez y sus pocos voceros en esta materia. Son palabras, sólo palabras. Los hechos son mucho más elocuentes.
Obviemos, por lo pronto, lo atinente a las eventuales características económicas del modelo chavista. No es que ello no sea importante, pero aparte de las nacionalizaciones anunciadas (que pueden ser llevadas a cabo por cualquier clase de régimen) y los patéticos y naufragados experimentos cooperativistas y de cogestión, por lo que respecta a la economía, el proyecto es todavía altamente confuso y gaseoso. Pero no lo es en cuanto se refiere al marco institucional y político que Chávez considera necesario para la meta que se propone. En este particular sí existe una política concreta, incluso si esta inicialmente no se orientaba de manera explícita hacia el objetivo socialista y teniendo en cuenta que bastante de lo que ha ocurrido obedece a las contingencias de la dura confrontación política de estos años y a sus resultados.
A la luz de la historia reciente, lo que Chávez denomina “socialismo del siglo XXI” luce orientado a utilizar las características autoritarias, autocráticas y militaristas ya presentes en el régimen, para fundar sus cimientos sobre la profundización y fortalecimiento de tales rasgos profundamente antidemocráticos.
La clave de sus recientes anuncios está en la articulación de tres propósitos cardinales: la creación del partido unido de la revolución, la ejecución de la Ley Habilitante y la reforma constitucional, para, mediante ello, consolidar, ampliar y blindar su poder político —de hecho, su poder personal, que Chávez considera el instrumento necesario para hacer avanzar “su” proceso socializante. De cuajar esta operación asistiríamos a una concentración total del poder en manos del Presidente, mayor aún que la ya existente, y a la reducción definitiva de todos los demás poderes del Estado a una condición absolutamente formal y ornamental. Esta concentración autocrática del poder político ha sido un rasgo dominante en los regímenes “socialistas” totalitarios del siglo XX, que en nombre de “superar” la democracia “burguesa” o formal, destruyeron toda forma de vida democrática. Eso es lo que evoca la actual práctica del chavismo, más allá de su retórica.
A tal efecto, la idea es eliminar, mediante la reforma constitucional y los decretos-ley, los atributos esenciales de la democracia liberal (que Chávez quizás preferiría llamar “burguesa” ), aquellos que al separar los poderes públicos e instaurar los controles mutuos entre ellos, protegen a la sociedad de la tiranía de la mayoría —a la cual la regla de oro democrática concede el poder— pero garantizando tanto que la minoría no sea aplastada y anulada por la mayoría, como conservando el escenario para que ella se exprese libremente y para que eventualmente pueda transformarse en mayoría. Es decir, para que se mantenga la fluidez democrática indispensable para la vida civilizada, condición sine qua non para que un cambio social se traduzca en poder para el pueblo y no para una camarilla —o, como ya ha sido visto, para un líder “providencial” — que no sólo lo “representa” sino que lo sustituye.