Son de la loma, por Teodoro Petkoff
En los años previos a la primera guerra mundial, el gran sueño de la fraternidad de los explotados por encima de las fronteras nacionales se plasmó en las resoluciones de la Segunda Internacional (que reunía a los grandes partidos obreros y socialistas de Europa), declarando que si los imperios desataban la conflagración los obreros europeos se opondrían a sus respectivos gobiernos y desencadenarían la guerra contra ellos. Sin embargo, apenas comenzaron las hostilidades, los obreros de cada país batieron los tambores marciales, cantaron sus respectivos himnos y corrieron a matarse entre sí. Los partidos socialdemócratas y obreros asumieron sus respectivas patrias. Los nacionalismos pudieron más que el internacionalismo proletario, aquel que Marx y Engels encapsularon en la frase inmortal que cierra el Manifiesto Comunista: “Proletarios de todos los países, 「níos!” Una vez que se estableció el poder soviético en el imperio ruso, el Ejército Rojo invadió Polonia, en 1920, en plan de ayudar a la clase obrera polaca a liberarse de la opresión burguesa. Fue derrotado y Trotsky, Comisario de Guerra del joven poder bolchevique, escribió con desconsuelo que los obreros polacos en lugar de recibir a sus hermanos soviéticos como liberadores los habían enfrentado a plomo limpio, haciéndolos regresar a su país.
Desdichadamente, desde aquellas lejanas épocas si algo ha quedado demostrado es la tremenda fuerza del nacionalismo, en unos casos capaz de arrinconar y reducir a la nada los más generosos sueños de fraternidad humana, en otros llevando a pueblos pequeños y débiles a protagonizar verdaderas epopeyas en la lucha por su liberación de los poderes imperiales. De hecho, de todos los países del este europeo liberados del nazismo e ipso facto ocupados por las tropas soviéticas, el único que se había liberado a sí mismo gracias a su propia acción militar fue la Yugoslavia de Tito. No es casual que, por ello mismo, haya sido el único que después de la guerra pudo romper con la URSS, rechazando la opresiva presencia de miles de técnicos, burócratas y soldados soviéticos, a los cuales no podía tomar como “hermanos” sino como todo lo contrario. Nuevamente el nacionalismo mostró una fuerza centrípeta mucho mayor que la supuesta capacidad integradora del internacionalismo proletario, transformado, en ese caso, en mascarón de proa del neoimperialismo soviético.
En nuestra América, el fidelismo, movido por la misma óptica dogmática que quiere borrar las especificidades nacionales, ha levantado desde siempre las banderas del “internacionalismo”. Sólo ha cosechado fracasos.
Donde quiera que se metió reforzó el status quo, despertando los más agresivos reflejos reaccionarios, suministrando argumentos para apuntalar a los adversarios del cambio social. Nada contribuyó más al golpe militar de Pinochet que la absurda presencia de Fidel Castro durante casi un mes en Chile, pronunciando discursos a diario y entrometiéndose en la política chilena de un modo que resultaba molesto hasta para la propia gente de izquierda. Nada llevó más agua al molino de Reagan contra el sandinismo que la masiva presencia cubana en Nicaragua. Fue la coartada perfecta, dentro del marco de la guerra fría, para que los gringos armaran y financiaran a la “contra” nica. Hasta la pequeña Grenada fue invadida por Reagan con el pretexto de eliminar una base cubana, cosa a la cual hacía lucir plausible una desproporcionada presencia de cubanos en esa minúscula isla.
Ahora nos toca a los venezolanos, por obra y gracia del gobierno de Chávez y de un Fidel Castro que parece no haber aprendido ninguna lección de su larga carrera de metiche, padecer las consecuencias del entrometimiento cubano. No importa que sean entrenadores deportivos, médicos o alfabetizadores; no importa, incluso, que puedan ser útiles. El punto es que vienen de la Cuba de Fidel Castro. En un país tan polarizado como el nuestro, donde existe un tan alto grado de rechazo al gobierno de Chávez, la presencia fidelista es percibida (y también manipulada) como parte de un dispositivo dirigido a fortalecer el poder político de Hugo Chávez. Si la oposición más reaccionaria necesitaba un espantapájaros con el cual manipular los temores y la paranoia, así como el rechazo visceral de muchos sectores nacionales contra el chavismo, entre Chávez y Fidel se lo han puesto en bandeja de plata.
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En efecto, lo que hasta ahora no era sino una bandera sin mucho contenido práctico, la de la lucha contra el castro-comunismo –que, sin embargo, tan enorme poder movilizador ha mostrado– ahora adquiere cuerpo y alma: el espantapájaros ya no es una abstracción fácilmente manipulable sino una muy concreta presencia de miles de cubanos a quienes se les atribuyen las más siniestras intenciones.
Este disparate político es tanto más absurdo cuando toma la forma de desafíos tan estúpidos a la sensibilidad de los venezolanos como anunciar provocadoramente la venida de mil médicos cubanos, que no hacen ninguna falta, como no hacen falta los alfabetizadores, porque en ambos casos verdaderas campañas dirigidas a movilizar voluntades venezolanas para propósitos tan nobles como los de prestar atención médica o alfabetizar son las que definirían un verdadero régimen revolucionario. Pero esta payasada cree que puede adelantar una revolución con revolucionarios importados –admitiendo el supuesto negado de que lo sean los cubanos que literalmente nos están siendo enviados en containers. En este sentido, el fidelismo ignora hasta su propia experiencia:
los cubanos comunes y corrientes llegaron a detestar profundamente a los soviéticos, cuya presencia, por cierto, era muy discreta en la isla. Pero ya lo dijimos y pensemos sobre ello lo que pensemos, el nacionalismo es quizás la más profunda y turbadora de las pasiones humanas.
Chávez está dando pasos cuyas consecuencias, además de profundizar la brecha entre los propios venezolanos, pueden ser las de crear un sentimiento xenofóbico hacía un pueblo con el cual siempre tuvimos la mayor afinidad y empatía. Desde antes de Fidel, con Fidel y a pesar de Fidel. Esta insensata política terminaría, así, fomentando una laceración profunda en los vínculos entre cubanos y venezolanos.