Uno escribe para ser leído, por Miro Popic
Fotos: Natasha Lashly
Confieso que estoy bastante aprensivo con este premio generoso que han decidido otorgarme mis colegas de la Academia Venezolana de Gastronomía. Mi temor se funda en una costumbre muy nuestra, como es la de reconocer el trabajo de muchos, especialmente el trabajo intelectual o artístico, después del fallecimiento del autor. Reconocimiento póstumo, lo llaman. Desde el momento de su anuncio, en noviembre pasado, a hoy, no voy a negar que han sido días de desasosiego.
Felizmente aquí estamos y, con todo respeto, hablo en plural ya que creo este premio debería incluir también el nombre de Yolanda, mi eterna compañera de mesas y de páginas, quien ha estado presente en todas ellas desde que transitamos el mismo camino de logros y dudas, más algunos desaciertos enriquecedores.
Vivimos tiempos virtuales que muchos confunden con la realidad, donde la imagen se impone sobre la palabra, donde el saber se mide en beneficios y se menosprecia todo lo que no puede ser monetizado, desestimando el valor de aquello que no tiene finalidad utilitaria pero que constituye un fin en sí mismo. Por ejemplo: ¿De qué nos sirve saber o intentar saber de gastronomía o de cocina? ¿Para qué adentrarnos en una receta o insistir en que le pongan o no azúcar a las caraotas? ¿Por qué algunos ponen en duda de la venezolanidad de la hallaca o de la arepa? ¿Qué vamos a comer mañana? ¿Cuántos se irán a acostar sin cenar esta noche? Demasiadas preguntas y pocas respuestas.
No porque vivamos tiempos de crisis económica, todo está permitido. Somos más que mercancía y dinero. Tenemos derecho a tener derechos, pero, por sobre todo, tenemos la obligación de ser siempre mejores personas, y aquí recurro a lo que algunos filósofos llaman la utilidad de lo inútil donde, entre otras cosas, incluyo el saber culinario y gastronómico al que he dedicado casi toda mi vida profesional, además de nuestro transcurrir haciendo familia en esta geografía.
Cuando comencé a publicar en los años setenta del siglo pasado, algunas notas periodísticas sobre lo que se comía en Venezuela, la cocina venezolana no existía. Bueno, sí existía, pero no tenía presencia en los medios de la época, especialmente en los periódicos, cuando estos eran de papel y salían todos los días. Era ignorada y en algunos casos hasta despreciada. Nos avergonzábamos de ofrecer caraotas y tajadas y acompañarlas con casabe. Sabíamos muy poco de lo nuestro.
Permítanme una digresión personal. En 1982, por esos avatares de la vida, tuve que hacer pan para alimentar a mi familia. En una entrevista me preguntaron sobre el origen del pan de jamón. Respondí sin dudarlo que era español. ¿Tú estás seguro de eso?, me preguntó una de mis hijas. Claro que sí, respondí, tiene que ser así ya que el pan de trigo y el cerdo para el jamón llegaron con los hispanos. Estaba equivocado. Primer fake news de mi vida.
La corrección de ese error representó un par de años metido en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional y una minuciosa investigación que terminó en El libro del pan de jamón, publicado finalmente en 1986. Allí comenzó una aventura editorial que aún no ha terminado y espero que cuando el ocaso llegue, me encuentre trabajando.
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Poco después y sin haberlo buscado, fui conminado a ocuparme semanalmente de la sección de gastronomía del suplemento Feriado, de El Nacional. Mi única condición fue la de hacer periodismo y cubrir los hechos como cualquier otra fuente. Así ha sido desde entonces, tanto en los medios de aquí y de allá, como en las guías y libros que ustedes conocen. Junto con otras voces que se levantaron al mismo tiempo, lo culinario local se convirtió en global. Los protagonistas comenzaron a tener rostro y apellidos. Lo nuestro se valorizó, la cocina criolla adquirió una nueva dimensión y yo no he hecho más que contar su historia.
Siento que este premio no me pertenece. El reconocimiento de hoy de la Academia Venezolana de Gastronomía, es también un homenaje al periodismo gastronómico venezolano y a los que intervienen en el proceso alimentario. Le pertenece a todos los que se encargan de producir y ejecutar lo que a diario llega a la mesa venezolana.
Son muchas horas de trabajo anónimo engullidas en pocos minutos y un par de mordiscos. No hay palabras suficientes para tanto esfuerzo. Ellos son los verdaderos protagonistas. Yo no he hecho más que contar sus andanzas para que alguien las lea y las recuerde, para que no se olviden sus nombres ni sus preparaciones, antes de que seamos devorados por el olvido.
Como periodistas, no somos más que contadores de historias. Y esas historias están allí, en la calle, en los pueblos, por los caminos, en los miles de personajes, humildes y desconocidos, incansables trabajadores que hacen del hecho alimentario una manera de ganarse la vida y llevar honestamente el pan a sus casas. Uno escribe para ser leído y si sigo en esto todavía, y espero seguir en ello hasta el resto de mis días, es gracias a ustedes, los leyentes.
Cuando nos preguntan a mi esposa y a mí por qué no nos hemos ido de Venezuela, teniendo todos los hijos y los nietos fuera, la respuesta es simple: pese a todas las dificultades, aquí hemos sido y somos felices. Quedan todavía muchas historias que contar. Muchas gracias.
Miro Popić es periodista, cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.