Venezuela y la banalidad del autoritarismo, por Rafael Uzcátegui
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«La democracia es un sistema en el que los partidos pierden elecciones». La cita del politólogo Adam Przeworski es recordada en el libro «La dictadura de la minoría», último texto de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt luego de su conocida obra «Cómo mueren las democracias». «Una vez que los partidos aprenden a perder –agregan de cosecha propia–, el sistema democrático puede echar raíces, y una vez que este arraiga, la alternancia del poder se convierte en algo tan rutinario que la gente la da por natural». Aunque la reflexión orbita en torno a la situación de Estados Unidos su lectura, en el momento que hoy vive Venezuela, nos puede ser de mucha utilidad.
Según los autores, ambos catedráticos de Harvard, habría dos condiciones que ayudan a que se naturalice la norma de aceptar la derrota. «La primera es que resulta más probable que los partidos acepten que han perdido cuando creen que tienen posibilidades razonables de volver a ganar en el futuro». La segunda condición sería «la creencia que perder el poder no comportará una catástrofe: que un cambio de Gobierno no será una amenaza para la vida o el sustento, ni para los principios más valiosos del partido saliente y de sus constituyentes».
Todo lo que ayude a pensar es positivo, pero habría que dilucidar si estas prerrogativas son válidas para organizaciones, como el chavismo en el poder, que se resisten a la racionalidad política estricta. Hay quien insiste, todavía hoy, que no se le ofrecieron suficientes garantías para disminuir lo que Levitsky y Ziblatt describen como «los miedos que animan los giros hacia el autoritarismo». Pero fuera de la academia, la realidad. Maduro ni su élite aceptaban, ni siquiera como posibilidad, el escenario de pérdida de elecciones.
La idea totalizadora de la «revolución» no lo permitía. Cualquier acuerdo o diálogo basado en aceptar que podían perder el apoyo popular minoritario sería una muestra de debilidad, de ausencia de fe en el dogma. También sería calificado de traición. «Salvo el poder todo es ilusión» pontificó Vladimir Lenin e hizo suyo Abimael Guzmán en el Perú.
Los autores traen a colación, asimismo, una interesante distinción entre lo que califican como «demócratas leales» y «demócratas semileales». Los primeros, los leales, deben cumplir tres premisas fundamentales: Respetar los resultados de elecciones libres y justas, ganen o pierdan; Rechazar sin ambigüedades la violencia (o la amenaza de la misma) como medio para lograr fines políticos. Finalmente «un tercer gesto, más sutil: romper siempre con las fuerzas antidemocráticas». Aquí entrarían los «demócratas semileales»: «gente inmersa en la política, que aparentemente acata las reglas del sistema, pero que a la vez abusa de ellas sin hacer ruido». Hay que decir, para la comprensión, que separan los «demócratas semileales» de los autoritarios: «A lo largo de la historia la cooperación entre autoritarios y demócratas semileales de aspecto respetable han constituido una receta para el colapso del sistema».
Para Levitsky y Ziblatt hay una prueba de fuego para ratificar el talante de los demócratas que dicen ser leales: Cuando los procederes violentos o antidemocráticos vienen de sus propias filas. Cuando esto ocurre la integridad democrática pudiera protegerse, según, si se toman cuatro medidas: A) Expulsar a los extremistas antidemocráticos de sus propias filas; B) Cortar todo vínculo –público o privado– con grupos aliados que incurran en conductas antidemocráticas; C) Condenar sin ambigüedades la violencia política, así como otras conductas antidemocráticas y D) Unir fuerzas con partidos rivales y prodemocráticos para aislar y derrotar a los extremistas antidemocráticos.
Lo anterior pudiera interpelar a la comunidad internacional de izquierdas que, para el caso venezolano pudiera seguir deshojando la margarita. “Cuando los partidos principales toleran –escriben-, consienten o dan apoyo implícito a extremistas antidemocráticos, su actitud se traduce en un poderoso mensaje: el precio a pagar cuando se actúa en contra de la democracia no es tan alto. El efecto disuasorio se evapora. La semilealtad no se limita a normalizar a las fuerzas antidemocráticas: les da aliento e incluso las radicalice”. A esto califican como “banalidad del autoritarismo”.
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Dentro del espectro progresista regional, hasta ahora el único solvente es el presidente chileno Gabriel Boric. Luego de los informes del Centro Carter y el Panel de Expertos Electorales de Naciones Unidas no debería haber espacio para la duda. A menos que, según la conceptualización anterior, asuman su condición de semilealtad. «Un apoyo tácito por parte de políticos importantes puede cambiarlo todo, normalizando el extremismo», nos dice el binomio profesoral. Que las elecciones como método de consulta de la voluntad popular pierdan sentido, después del Madurazo, afectará en el futuro especialmente a las organizaciones de izquierda que participen en comicios.
Rafael Uzcátegui es Sociólogo y Codirector de Laboratorio de Paz. Actualmente vinculado a Gobierno y Análisis Político (GAPAC) dentro de la línea de investigación «Activismo versus cooperación autoritaria en espacios cívicos restringidos»
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