Verdades y mentiras del tomate, por Miro Popić

Así como Cristo divide el tiempo histórico en dos —a.C., antes de Cristo y d.C., después de Cristo— el tomate hace lo suyo en la historia de la gastronomía. En lo que comemos, hay un a.T y un d.T. Es decir, antes del tomate y después del tomate. Los primeros en advertirlo han sido los italianos con su plato más emblemático: macarrones con salsa de tomate. Lo reconoce Massimo Montanari, historiador de la cocina italiana, profesor de Historia Medieval en la Universidad de Bologna, quien en uno de sus ensayos dijo cosas así: «El tomate es una de las cosas que divide el mundo en dos. No es difícil deducir que en la historia de la gastronomía hay un antes y un después con la introducción del tomate».
Por siglos, toda la pasta que se comía en Italia era blanca, aderezada con lardo (grasa blanca de cochino), queso blanco rallado, algunas veces almendras sin concha, ergo blancas, canela y hasta azúcar en muchos casos. Era comida de pocos. No se hizo popular hasta que los napolitanos de la parte pobre de la península, la del sur, comenzaron a ponerle una salsa roja elaborada con unos frutos rojos que nadie valoraba y hasta temían por considerarlo venenoso. Y esto no ocurrió sino desde 1863 en adelante.
¿Y los catalanes? El plato más tradicional de su cocina es el pa amb tomaca, pan con tomate, cariñosamente nombrado pantumaca. Imaginen, un pueblo de los Pirineos que se remonta a los tiempos de Atila, con una cocina que hoy deslumbra al mundo con personajes como Ferran Adria y muchos otros, se reconoce en un pequeño trozo de pan viejo, duro, frotado con un humilde fruto americano de color rojo, fruto que no registraron sino en 1884. Para el escritor español Manuel Vásquez Montalbán, el tomate para los catalanes «es una seña de identidad equivalente a la lengua o la leche materna». Invento de la cocina campesina a utilizado la abundancia de un producto en temporada para aprovechar los restos de pan añejo que van quedando en casa y que, hasta entonces, lo comían con aceite de oliva.
Es común encontrar en redes la versión de que pomodoro, como llaman los italianos al tomate, viene de manzana de oro, confundidos porque pomme, en francés, significa manzana. Pero no, los italianos a la manzana la llaman mela. En rigor, viene de pomo, nombre botánico de fruto. No es el único error que se comete con el tomate.
En México, si usted pide un tomate le darán un fruto verde, duro y ácido, que nada tiene que ver con el nuestro, aunque la procedencia del nombre venga del náhuatl. Veamos, al tomate nuestro los mejicanos lo llaman jitomate, que viene de xitomatl, de xictli, que significa ombligo, y de tomatl, que vendría a ser tomate con ombligo. El tomate, para los mexicanos, es un fruto verde amarillento, de uso variado con el que se hace la salsa verde. Son dos especies diferentes, americanas ambas, pero no cercanas. El tomate mexicano es del género Physalis ixocarpa. El tomate nuestro es una solanácea del genero Lycopersicon esculentum.
Prácticamente todas las cocinas del mundo tienen algún plato tradicional que contiene tomate entre sus ingredientes. Una prueba más de que la palabra tradición, en cocina, tiene patas cortas. Tampoco con exclusividades origen se pueden avalar mitos. ¿Qué tan ancestrales pueden ser los tomates de cualquier preparación europea o asiática, como he leído cientos de veces? ¿O autóctonas?
El problema mayor con el tomate, a mi entender, no está en quién lo hizo primero o en qué lo convirtieron. Tiene que ver con el contenido. Mientras más redondos, grandes y perfectos, visualmente, son más insípidos. Parecen salidos de un laboratorio. Esto no es de ahora, viene desde que se impuso el supermercado como vitrina y se olvidó la tierra, la temporada, el cuido vigilante del agricultor, la mano amable que lo cosecha. En todo el mundo se producen tomates, pero no hay uno que sea igual a otro.
Entre modificaciones genéticas y resistencia para soportar largos viajes, los tomates bonitos tienen la piel más dura, son menos jugosos, desabridos, carecen de carnosidad, insulsos, i-nex-pre-si-vos. Y con ellos, no hay sofrito ni salsa que funcione, a no ser que le agreguen muchos otros ingredientes sazonadores, bastante sal y conservantes. Hasta tomates azules se han inventado en laboratorios. Sí, leyeron bien, a-zu-les. Fue hace algunos años en el Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas de Valencia, España. Creo que los usan para elaborar vacunas. En realidad, más que azules, son morados.
En un principio los europeos confundieron el tomate con la berenjena por eso no le pararon mucho. Luego, un tal Francisco Hernández de Toledo, médico de Felipe II, fue nombrado en 1571 «protomédico general de nuestras Indias, islas y tierra firme del mar Océano» y lo enviaron a la Nueva España, o sea México, donde escribió un tratado botánico con la descripción de unas 3.000 especies, entre ellas el tomate, del que dijo cosas así: «Además de ser rugosos tienen ciertas protuberancias irregulares que no solo semejan las partes femeninas, sino también hemorroides y cuanto horrible y obsceno pueda verse en las mujeres». ¿Quién se iba a comer una vaina así? Pero, al final, se lo comieron. Y vaya de qué manera que ahora hasta lo creen suyo.
No existe registro de consumo de tomates en nuestra cocina en época prehispánica, como lo de hay de maíz, yuca, auyama, ají, piña, guanábana, etcétera. Su presencia está ligada estrechamente al cacao. ¿Cacao? Sí, cuando en el siglo XVII se inicia la exportación desde puertos venezolanos a puertos mexicanos.
De nuestros tomates, el más famoso es el margariteño. También es el más feo, según patrones de belleza donde la forma predomina sobre el sabor. La deformación, según el ingeniero Sergio Somov, «obedece al exceso de calor y a la aridez, que se traduce en una polinización irregular, porque los lóculos de las flores no se desarrollan y se deforman en el fruto que lo hacen único».
Ferran Adria se equivoca cuando dice que un sofrito son 100 gramos de cebolla y 80 de tomates. ¿Cuáles tomates, maestro? Porque si son margariteños, bueno, mientras más le ponga, mejor. Aunque yo no los usaría para sofrito. Me los comería solitos, incluso verdes.
Miro Popić es periodista, cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.