¡Viva el Rey!, por Gustavo J. Villasmil Prieto
Con Valencia convertida en un Macondo peninsular, el fracaso de las administraciones públicas españolas en socorrer a los miles de damnificados que dejó el paso de la “dana” fue tal que hasta se dio el caso de un pueblo – Alfafar, no muy lejos de la capital– al que los primeros en llegar con ayuda fueron ¡los bomberos franceses! Se entiende entonces el impacto que causara la presencia de los reyes Felipe y Letizia en Paiporta, una de las localidades más afectadas, entre cuyos vecinos se contaron 45 de los más de 200 muertos atribuidos a tan terrible desastre.
Fue el domingo 3 de noviembre. La muchedumbre desesperada, con el barro hasta las canillas, increpa con fuerza a las autoridades presentes: «¡fuera, asesinos, fuera!» les gritan, mientras que con sus propias manos les arrojan bolas de barro. Las comitivas activan sus respectivos dispositivos de seguridad. Sus agentes proceden a evacuarlas. Huía despavorido el señor Mazón, el presidente de la Generalidad valenciana al que la tragedia sorprendió dándoselas de galán otoñal con la bonita periodista con la que cenaba mientras a las alarmas disparadas nadie prestaba atención. Pies en polvorosa ponía también un Pedro Sánchez con el miedo pintado en el rostro, superado por la realidad y acorralado por los muchos escándalos y señalamientos que, contra su mujer, sus socios políticos – de España y de Venezuela, por cierto– y él mismo, le llueven a diario. En medio de aquella pobre gente solo quedaron, «frenteando» y dando la cara por el Estado, los reyes Felipe y Letizia.
Que el estado se reduzca casi al punto de desaparecer no es cosa que aquí en Venezuela no hayamos visto. Fue en 1999 durante la tragedia de Vargas. El deslave lo arrastró todo: casas, escuelas, negocios y vidas, muchas vidas. El Estado y sus instituciones no fueron la excepción y sus administraciones tampoco. En un pestañear, Vargas se convertiría en un territorio devastado en el que ciudadanos abandonados, reducidos al estado de naturaleza, luchaban con sus propias manos ya no por sus patrimonios, sino por sus vidas. En aquellas mismas trágicas horas, la nueva clase política venezolana estaba en lo suyo, empujando votos para sancionar una nueva constitución a su medida y no importándoles si la riada de piedras, palos y barro estuviera arrancando a niños de los brazos de sus padres a esas horas.
Cambiando lo cambiable, la cosa no fue muy distinta en la querida España, cuyo parlamento votaba esa noche – y no sin antes guardar el consabido «minuto de silencio»– una ley para garantizarle al sanchismo el pleno control sobre los medios públicos.
Es el deslave de «lo Stato» –como lo llamara el gran Maquiavelo– por la fuerza de una naturaleza implacable que le impuso sus propias leyes y lo redujo a su mínima expresión. Peter Waldman, en su conocido ensayo «El estado anómico» de 2003 apela a un viejo concepto durkheimniano – el de «anomia»– para caracterizar a estados que, como los iberoamericanos, han sido secularmente incapaces de alcanzar niveles mínimos de funcionamiento que garanticen la seguridad y orden públicos.
Sin estado eficaz, el hombre deriva en lobo de sus semejantes. El deslave de Vargas de 1999 vino a demostrárnoslo, sumando a su terrible saldo en vidas y daños a la infraestructura física una larga rémora de enfermedad, crímenes, abusos policiales, ejecuciones extrajudiciales, saqueos, pillaje y todo tipo de violación a los derechos humanos que en muchos casos habrían de quedar impunes.
Ver a ciudadanos españoles enfrentando la catástrofe sin más apoyos que los que se podían dar a sí mismos dejó claro el acierto de muchos al evocar los versos de Antonio Machado: «solo el pueblo salva al pueblo».
Si no fue del todo así en Valencia, poco faltó. Violencia física, saqueo en propiedades damnificadas y estafas por parte de impostores haciéndose pasar por representantes de organizaciones de ayuda son la constante entre las más de 170 detenciones registradas en los días posteriores a la «dana». ¿Y qué otra cosa podía esperarse siendo que el primero en abandonar despavorido la «zona cero» de la tragedia fue nada menos que el presidente del Gobierno? ¿A quién extraña que se asalte, se estafe y se robe en Paiporta y otros pueblos si hasta el Fiscal General del Estado está próximo a ser procesado por delincuente?
Hasta que apareció Felipe. Si la tragedia valenciana no acabó por «latinoamericanizar» a una España acorralada por corruptelas e intrigas de palacio fue precisamente porque la figura regia en medio del lodazal vino a oponerle una pauta mínima de orden a la caótica anomia del momento.
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Ciertamente, el Rey no ejerce gobierno alguno en España. El artículo 56 de la Constitución de 1978 le reserva a la Corona un papel ceremonial en la jefatura del Estado. Pero nadie que haya conocido la larga, compleja y dramática historia de España, empezando por los llamados «Siete Padres» de la Constitución de 1978 –Gabriel Cisneros Laborda, Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, José Pedro Páez-Llorca, Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé Tura, Manuel Fraga Iribarne y Miquel Roca Junyent, a quienes habría que añadir a un octavo, el gran ucevista Francisco Rubio y Lorente– habría pretendido que con tal redacción se habría de encoger a Felipe VI a la talla de algún inútil principito británico.
La Corona española – la de verdad, no la de las ceremonias protocolares, tan descomunal que no hay cabeza que la sostenga– es la resulta del pacto histórico suscrito por el Rey y los ciudadanos españoles y no un designio tenido por divino, lo que le confiere vida y fuerzas propias. Eso fue lo que se vio en Paiporta.
Hubo algún Borbón de memoria infeliz entre nosotros – Fernando VII, «El Deseado»– que a la hora de «las chiquitas» desconoció pacto similar para correr a metérsele en la entrepierna a los franceses invasores: Sucedió en Bayona, en 1808, mientras el pueblo resistía con machetes e instrumentos de labranza a la «Grande Armèe» de Napoleón. Muy por el contrario, este Borbón de ahora, tataranieto de aquel, se plantó firme ante la catástrofe, personificando al Estado en medio de la disolución de sus administraciones. Todos hicieron mutis: la izquierda meliflua, el nacionalismo fanfarrón y toda la pléyade de buenos para nada que rodea a Pedro Sánchez. Solo quedaron en el sitio Felipe y Letizia, atendiendo al lamento de quienes lo habían perdido todo.
«Les arrojaron barro», destaca convenientemente cierta prensa en España. Recuerda uno aquello que exclamara el presidente Soublette tras asistir a cierta puesta en escena teatral en la que lo satirizaban:
«Venezuela no se ha perdido ni se perderá porque un ciudadano se burle de un gobernante; se perderá porque un gobernante se burle de sus ciudadanos».
Tampoco España se acabará porque algún desesperado le haya arrojado barro al Rey, cabeza del Estado; por el contrario, sí que estará perdida si son el Estado y sus administraciones los que embarren al ciudadano al que se deben tal y como lo han hecho Pedro Sánchez y su gobierno.
Afortunadamente para los españoles, en esta su hora más baja en muchos años, Don Felipe ha sabido ser y sabido estar. Por ellos y por la querida España, digo: ¡viva el Rey!
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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