¿Y la escuela?, por Teodoro Petkoff
Es una verdad de Perogrullo que una Ley de Educación tiene como objeto principalísimo establecer las normas que deben regir los mecanismos institucionales dirigidos a proporcionar conocimientos y a desarrollar las capacidades de reflexión y de crítica de los educandos, en todos los niveles del proceso educativo.
En este sentido, la escuela –entendiendo por ésta desde los salones de educación preescolar hasta las aulas universitarias– debería ser el centro de la Ley, en cuanto a sus definiciones esenciales, a sus modalidades, a su interacción con todos los factores del proceso educativo, desde los alumnos hasta los padres y representantes, pasando por los docentes.
Pero, precisamente en este aspecto el proyecto de Ley es de una superficialidad pasmosa. Tanto así que, como señala Mariano Herrera, director del Centro de Investigaciones Culturales y Educativas, en las 9.114 palabras que contiene el proyecto la palabra «escuela» sólo figura 9 veces, el término «aprendizaje» se menciona 5 veces y «enseñanza» sólo 3 veces.
No es un dato anecdótico ni pintoresco, sino una evidencia del espíritu de la ley, en la cual lo prioritario no es el proceso educativo mismo sino el señalamiento de los modos para que el Estado no sólo asuma sus responsabilidades en el proceso educativo (lo cual es obviamente necesario) sino para que el Estado –que no la sociedad–, se apodere de ese proceso. El proyecto se refiere a los fines del Estado en el proceso educativo y no a los fines de la educación.
De allí lo que la Asamblea de Educación denomina «desnaturalización de la misión pedagógica de la escuela». En este sentido la Ley tendría que definir a la Comunidad Educativa (integrada por alumnos, docentes, padres y representantes) como un conjunto de actores que promueven y adelantan los procesos formativos de los educandos. Eso es lo esencial.
Lo cual implica establecer con precisión tanto el rol de las escuelas como las responsabilidades de docentes y padres y el fundamental «propósito pedagógico» que debe tener una Comunidad Educativa, en la atención a niños, niñas y adolescentes. En el proyecto, la Comunidad Educativa es vista sólo como centro «socialcomunitario», omitiéndose toda referencia a sus finalidades específicamente pedagógicas.
Señala Herrera, con mucha razón, que el proyecto no incluye ninguna consideración sobre la función de los directores de escuelas y liceos, sobre los apoyos a los docentes, sobre la carrera educacional, sobre la misión específica de la educación inicial, la primaria y la secundaria.
Tampoco se habla de la calidad de los aprendizajes y ni siquiera se menciona el mandato constitucional de que todo venezolano debe alcanzar un mínimo de 11 años de escolaridad. En cambio, el proyecto es minucioso en cuanto a subrayar el rol del Estado (del Gobierno, en verdad) en la administración del proceso educativo. Todo esto debería ser corregido en el debate y los legisladores y educadores que forman parte del PSUV no deberían tener mayores objeciones a incluir esas definiciones básicas, cuya ausencia es inexcusable en una Ley de Educación.