Cien años de soledad sin arepas, por Miro Popić

Gabriel García Márquez no era un gran gourmet. Recuerdo haberle oído decir que mientras estuvo en París, en el período de las vacas flacas, había cosas que le encantaban de la cocina francesa pero no podía comerlas porque no tenía con qué pagarlas. Cuando regresó, ya como Premio Nobel, podía comprarlas, pero no comerlas porque se lo prohibían los médicos. Ironías de la vida.
Siempre los fogones han sido atractivos para los escritores y muchos de ellos, incluso, han sido buenos cocineros. Para escribir ficción hay que simular realidad y los personajes en la literatura, tienen que comer, total, aunque imaginados, son o deben parecer humanos. Esto no implica que tenga que ser necesariamente prosa gastronómica, pero de alguna manera lo comido ilustra siempre la acción, la época, el estilo, las circunstancias y todo el ritual que conlleva la cocina y la mesa.
El Quijote, de Miguel de Cervantes, la obra cumbre de la literatura en español, en la tercera línea del primer párrafo comienza con esta frase: «Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas (sic) los viernes, algún palomino de añadidura los domingos». En sus páginas aparecen diversas recetas y hay varios libros que hablan de ellas. No ocurre lo mismo con Cien años de soledad, de García Márquez, la obra magna de la literatura latinoamericana.
Gabo, con esa prosa magistral que lo llevó al máximo galardón de la literatura universal, narra cien años de la historia de Colombia a partir de un pueblo que llama Macondo, en el que siete generaciones de la familia Buendía hicieron todo, todo lo imaginable posible, desde nacer hasta morir, incluso más allá.
Mucho de la acción transcurre en la cocina de Úrsula quien hizo fortuna vendiendo figuras de animalitos de dulce y llegó a tener una mesa abundante y generosa. Sin embargo, ninguno de los personajes ni nadie en la novela come arepas. Ni siquiera se mencionan. Su nombre no aparece en ninguno de los 440 folios que conforman la edición que tengo a mano en este momento, ni en ninguna otra.
Sin ánimos de polemizar ni desmerecer a nadie, pienso que, si la arepa fuera colombiana, como dicen algunos en redes sociales, su nombre, elaboración o consumo, aparecería en dichas páginas. ¿En cien años nadie se comió una arepa? Puede que no hayan comido sushi ni mâgret de pato ni trufas, pero ¡arepas! Raro. Con razón fueron de soledad.
No hay duda de que en Colombia hay diversas preparaciones denominadas arepas, incluso algunas sin maíz, elaboradas con diferentes técnicas de cocción y mezcladas con otros ingredientes, pero ninguna tiene la fuerza y arraigo de las arepas venezolanas, donde fueron nombradas por primera vez en lengua cumanagoto.
No conozco toda la obra del Gabo, pero tampoco recuerdo haber visto arepas en las que he leído. Si alguien las encuentra, por favor le agradezco la información. Esto no prueba nada, dirán algunos, pero introduce una duda razonable en la eterna discusión sobre el origen de nuestro pan de los indios. Algunos podrán argumentar que la comida no era importante para el autor o para sus personajes, por eso no habla de ella. Pero, ¿será verdad?
Veamos, por ejemplo, El general en su laberinto, dedicada a Bolívar. Allí encontramos: «Cuando el general abrió los ojos se dio cuenta que el reloj seguía en la una y siete. José Palacios le dio cuerda, lo puso de memoria, y enseguida confirmó que era la hora correcta en sus dos relojes de leontina. Poco después entró Fernando Barriga y trató de hacerle comer al general un plato de alboronía». La alboronía es un plato de la cocina árabe andaluza, que lleva berenjena, calabacín, auyama, cebolla y ajos, muy popular en Colombia, donde le agregan plátanos.
En Del amor y otros demonios, encontramos nada menos que el ajiaco, plato emblemático de la cocina colombiana: «La cena era un ajiaco al modo criollo, con tres carnes y lo más escogido de la huerta. Dulce Olivia lo sirvió con unas maneras de señora de casa que la iba muy bien a su atuendo. Los perros bravos la seguían acezantes, se le enredaban en las piernas, y ella los entretenía con susurros de novia».
El ajiaco, en Colombia, es un guiso espeso hecho con diversas clases de papas, pollo, maíz tierno, aromatizado con hojas de guasca, una hierba muy popular en Perú. Como vemos, nadie acompaña esas comidas con arepas.
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La comida, por más ficción que haya de por medio, siempre ha estado presente en la literatura universal. Directamente o soslayada, abundante o sutil. Recuerdo ahora una frase que usé como epígrafe en alguna oportunidad. Es de Julio Cortázar, en su cuento Circe: «Aquella noche los bombones tenía un gusto a moka y un dejo raramente salado como si al final del gusto se escondiera una lágrima».
Pienso que la diáspora venezolana ha cambiado el gusto de las arepas. Repartidas por el mundo, esas arepas venezolanas tienen un ligero gusto salado. Seguramente fueron amasadas con lágrimas.
Miro Popić es periodista, cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.
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