El amargo dulzor de la realidad, por Miro Popic
El blanco negocio del azúcar fue posible gracias al negro negocio de la esclavitud, con la fuerza de trabajo africana traída para cultivar en el Caribe la hasta entonces desconocida caña de azúcar que se transformó rápidamente en la mayor fuente de riqueza con la que se construyeron imperios y levantaron enormes fortunas
Autor: Miro Popic
¿Qué tan dulce es, o era, la cocina venezolana? Nuestra cocina no es dulce, como dicen muchos equivocadamente. Existen sí ciertas preparaciones con un cierto toque de dulzor, incluso tenemos platos como caraotas, asados o el guiso de las hallacas, que incluyen azúcar o papelón entre sus ingredientes, que muchas veces combinan con el picante y el salado, arrojando resultados que definen su personalidad y la diferencian de otras cocinas. Pero afirmar que nuestra cocina es dulce, luce exagerado.
Ahora bien, la cocina del azúcar es otra historia. La cocina del azúcar es la de la repostería, pastelería y dulcería, términos que a veces funcionan como sinónimos y que abarcan todo tipo de preparaciones dulces, desde las que tienen como base las harinas, especialmente de trigo, más agregados de huevo, mantequilla, cremas, chocolate, etc., como las que parten de las frutas, como confituras, dulces abrillantados, confitados, almibarados, etc.
El blanco negocio del azúcar fue posible gracias al negro negocio de la esclavitud, con la fuerza de trabajo africana traída para cultivar en el Caribe la hasta entonces desconocida caña de azúcar que se transformó rápidamente en la mayor fuente de riqueza con la que se construyeron imperios y levantaron enormes fortunas. A partir de ese momento el azúcar dejó de ser algo exótico y se transformó en algo cotidiano de fácil y diaria adquisición, imprescindible, siendo esta una de las grandes contradicciones alimentarias de la humanidad, donde el amargor de muchos se transformó en dulzor de todos los demás. El azúcar dejó de ser una medicina y se convirtió en un producto moral, psicológico, emocional, gratificante, asociado a la felicidad, el amor y la seguridad, casi una droga, procuradora de placeres gustativos y emocionales, pero también de temores y culpas.
La cocina del azúcar prosperó en Venezuela porque la abundante producción de caña de azúcar hizo accesible el producto a todos los estratos sociales, bien blanca y refinada, en casa del patrón, bien como papelón o raspadura, en casa del trabajador. Un buen ejemplo lo tenemos en el tradicional dulce de lechosa navideño, cuya receta figura en el primer recetario impreso de J.A. Díaz de 1861.
La dulcería y pastelería criolla tiene un sitial bien ganado entre las preferencias de los consumidores, especialmente por lo hogareño de sus confecciones y la humildad de sus resultados, alejados de los actuales postres de fantasía que privilegian la forma al contenido. Hay documentos que hablan de que ya en el siglo XVI desde Mérida se exportaban granjerías a Cartagena de Indias y las islas del Caribe, así como a Maracaibo para endulzar el trabajo de las tripulaciones que llegaban a sus puertos. Famosos eran las creaciones de las monjas del Convento de Santa Clara que recreaban “toda clase de flores y frutas con las que los habitantes de esta ciudad adornan las mesas de sus convites”, como cuenta Rafael Cartay en su libro La Mesa de la meseta. Un agrónomo francés de nombre Jean-Baptiste Boussingault que visitó a las clarisas en 1823 escribió que le obsequiaron “un surtido de golosinas excelentes”. Hasta 1950 Ramón David León escribió en su Geografía Gastronómica Venezolana: “Se trata de una confección de confitería doméstica, típica de la región, y sobre todo de la hidalga capital serrana, que constituyen allá una industria que se remonta a los tiempos más antiguos del coloniaje. Hay familias merideñas que, por tradición y afán laborioso, se distinguen en la manufactura de esos exquisitos dulces que parecen pequeños pedazos de iris espolvoreados de cristal molido. Los hacen de todos los colores, imitando frutas, endurecidas por el azúcar, semejantes a piedras preciosas”.
La industrialización de la producción de golosinas acabó con las granjerías criollas dando paso a las chucherías, aunque todavía persisten emprendimientos artesanos que insisten en mantener la vigencia de su valor como exponentes fieles de una tradición que empezó a formarse cuando la caña de azúcar comenzó a florecer en nuestra geografía.
Lo más triste es que la mayoría de lo dulce que comemos hoy no viene del azúcar sino de edulcorantes alternativos alejados del sabor dulce original. Azúcar no hay o no podemos pagarla.
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