El fraude electoral y el estado profundo de Mr.Trump, por José R. López Padrino
Twitter: @jrlopezpadrino
La llegada del republicano Trump a la Casa Blanca (2016) no tan solo fue una sorpresa para el pueblo norteamericano, rompió los pronósticos de las encuestas y marcó un hito en la vida política en el país de George Washington. Todos esperaban ver a Hillary Clinton como la primera mujer en la presidencia del gran país del norte, pero ocurrió lo inesperado. Los norteamericanos eligieron a un populista demagogo y xenófobo, que centró su discurso político en el insulto y la descalificación, la estigmatización del inmigrante —especialmente de los latinos— y que mostró sin ambages su admiración por personajes tan obscuros como Vladimir Putin.
Sus aspiraciones a la Casa Blanca fueron catapultadas por el apoyo electoral del voto rural y de aquellos sectores con poca formación educativa. A pesar de que Trump logró la mayoría de los colegios electorales (278 versus 218 de su oponente Hillary Clinton), perdió el voto popular por 2,868.686 votos.
Cuatro años más tarde, el histriónico de Manhattan volvió con su discurso xenófobo, intolerante y manipulador con la esperanza de ser reelecto como presidente de los EE. UU. Se autocalificó como el salvador de la nación ante el peligro “socialista” que representaba la fórmula Biden-Harris e insurgió como el redentor del país ante el riesgo de que los Estados Unidos se convirtieran en una nueva Venezuela o Cuba.
Sin embargo, a diferencia del 2016, en esta ocasión las minorías negras y latinas salieron a votar masivamente ante el peligro de que el Atila anglosajón llegara de nuevo a la Casa Blanca, y esta vez fue derrotado.
A pesar de su descalabro electoral, Trump se niega tercamente a aceptar que su oponente Biden logró la mayoría, tanto en los colegios electorales (306 votos electorales versus a los 232 del Republicano) como en el voto popular, por más de seis millones de sufragios.
Trump y sus seguidores han acusado al proceso electoral de fraudulento a pesar de que sus abogados no han presentado ninguna evidencia y la gran mayoría de las demandas entabladas han sido desestimadas por jueces federales por falta de evidencias. Rudolph Giuliani y su equipo de abogados, lejos de presentar evidencias del supuesto fraude, se han encargado de propalar la desquiciada teoría del “estado profundo».
*Lea también: 2021: ¿El año del “cuento chino”?, por Rafael Uzcátegui
Teoría Conspirativa referida inicialmente como “pizzagate” y más recientemente por QAnon según la cual, élites pedófilas y satánicas constituidas por políticos (Hillary Clinton, Barack Obama), empresarios (George Soros), personajes de Hollywood (Oprah Winfrey), científicos (Anthony Fauci) y figuras religiosas (Papa Francisco) entre muchos otros, conspiran contra Trump.
Estas infundadas acusaciones de fraude han sido desmentidas por la Agencia de Seguridad de Infraestructura y Ciberseguridad (CISA) de los EE. UU., que indicó que la elección presidencial ha sido «la más segura de la historia». Chris Krebs, director de esta Agencia fue destituido por Trump, una vez hecho público su pronunciamiento.
Además, en carta abierta firmada por 59 expertos en seguridad electoral (16/11/2020) afirman que no hay «evidencia creíble» de que el resultado de las elecciones de 2020 sea producto de un fraude. Vale acotar que sería un fraude por demás sui generis pues el partido Republicano logró preservar el control del Senado, así como ganar ocho curules más en la Cámara de Representantes (de 197 subieron a 205 representantes). Es decir, fue un fraude masivo y selectivo en contra de Trump, pero no en contra del partido Republicano. Difícil de entender.
Sin embargo, las acusaciones de fraude no deben de sorprender a nadie. Desde el inicio de la campaña, Trump y sus colaboradores pusieron en duda la integridad del proceso electoral cuestionando –sin base alguna– el voto por correo. La denuncia de “fraude” fue parte del guion de la campaña presidencial de Trump.
Vale señalar que, a diferencia de muchos otros países, Estados Unidos no tiene un órgano electoral central que dirima y certifique los resultados de los comicios nacionales. Cada uno de los 50 estados tiene sus propias normas, su software para escrutinios y tienen diferentes plazos para totalizar los votos.
Ante la pregunta, ¿por qué insiste Trump en negarse a reconocer el triunfo de Biden?, la respuesta es muy sencilla: su inmenso ego. Trump se niega a confrontar la realidad: ser un perdedor. El presidente derrotado pretende edificar el mito de la causa perdida que le pueda servir como base para sus aspiraciones políticas a futuro, las presidenciales del 2024. Trump dejará la Casa Blanca de la misma manera que gobernó: sin gloria, caóticamente, profundizando las divisiones existentes, cuestionando a la ciencia, anteponiendo sus propios intereses y sin importarle el daño que le ha causado a la sociedad estadounidense con sus acciones.
Por su parte, los trumpistas criollos como fieles fanáticos del xenófobo del siglo XXI, repiten el libreto de la Casa Blanca como loros de pueblo. Guion teatral que combina un lloriqueo petulante, preñado de rencor y estigmatización al oponente.
Negarse a aceptar la derrota, insistir en el fraude, minimizar la trascendencia de la victoria del oponente y utilizar la maquinaria propagandística del Estado para manipular los resultados de las elecciones son las herramientas predilectas de los dictadores. La democracia solo funciona cuando los perdedores reconocen que han perdido.
José Rafael López Padrino es Médico cirujano en la UNAM. Magíster en Fisiología (IVIC). Doctorado de la Clínica Mayo-Minnesota University.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo