El perro que habla, por Aglaya Kinzbruner
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Habilitar o no habilitar nos recuerda al ya famosísimo Ser o no Ser, soliloquio que encabeza el acto tercero, escena primera de la obra Hamlet de William Shakespeare, su nombre traducido en forma muy aproximada, Guillermo Sacudepera. Este soliloquio expresa toda la indecisión y duda que pueda sentir un hombre que se encuentra metido en un nido de víboras y sabe que tiene que hacer algo y que, haga lo que haga, igual estará perdido.
En Venezuela ya hablamos de inhabilitar y, en este momento, obviamente es algo que puede hacer cualquiera. Conjugar este verbo transitivo indica cierta habilidad lingüística que ha llevado incluso al logro de la creación de un neologismo, «desinhabilitar» porque quitar una inhabilitación y habilitar, de consecuencia, a una persona podría llevar a deducir que la primera inhabilitación pudiese haber sido un error mientras que una «desinhabilitación» resolvería el asunto del posible error. Podríamos apostar hasta el último centavo de nuestra abundantísima pensión que ya se va a crear un diplomado exprés en Desinhabilitaciones.
Entonces a alguien se le ocurrió una idea genial. Sacar de la nada o sea del pueblo, un personaje que se postularía como candidato de oposición, habría que hacerlo de forma conveniente, y luego, una vez hubiese ganado, inhabilitarlo. ¡Absolutamente increíble! Había que poner en su lugar a esa atrevida, esa candidata de oposición que, para colmo, se había lucido en CNN, tres veces en un solo día en su inglés ¡tan bueno!
La cúpula entera pensó que la idea era buena pero ¿Quién tendría el perfil necesario? Hasta que alguien dijo que ya tenía el nombre. Interrogado por los demás miembros enseguida lo soltó: Scooby Doo. Ante los ojos asombrados del público dijo que el personaje reunía todas las cualidades necesarias. ¡Y hasta hablaba inglés!
¿El motivo para inhabilitarlo después de las elecciones? Muy sencillo, que andaba en cuatro patas. Ocuparía demasiado espacio dentro de una limosina.
Y luego el político no se anduvo por las ramas y contó lo de Calígula y como nombró cónsul a su adorado equino, Incitatus. Le regaló una villa y lo atendían 18 sirvientes. Tenía caballerizas de mármol y pesebres de marfil. Antes de una competencia, Calígula dormía con él y, siendo Roma una ciudad muy ruidosa (todavía), todos tenían que callarse para no molestar al caballo. A veces comían en la misma mesa y los otros comensales tenían mucho cuidado de no reírse de la situación. El desayuno favorito de Incitatus era copos de avena mezclados con pollo, mariscos y fibras de oro.
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El caballo nunca tuvo relaciones con yeguas sino se casó con una mujer de la alta sociedad romana llamada Penélope, escogida para tal fin para él. Después que murió Calígula, asesinado el 24 de enero del año 41 en el Monte Palatino por su guardia pretoriana, no se supo más nada de su caballo. Salvo algún error, pensamos que no hubo descendencia.
Errare humanum est, decía Cicerón y siglos más tarde San Agustín Fallor ergo sum.
Vamos a ver qué dice Scooby doo.
Aglaya Kinzbruner es narradora y cronista venezolana.
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