Elogio del tequeño, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Traten de buscar en el DRAE la palabra tequeño y nada más escribirla el maldito corrector viene con pequeño, una y otra vez. ¿Es que no ha estado nunca en Venezuela? Claro que no, pero ya la data debería incluirla para siempre como el más perfecto pasapalo inventado en esta geografía. Ah, la palabra pasapalo sí existe y se define como venezolanismo: bocado ligero que se sirve como acompañamiento de una bebida. Obviamente, el tequeño es mucho más que eso, es todo un clásico de nuestra gastronomía.
Un clásico, desde los griegos y los romanos, sea libro, pintura, música o cualquier manifestación artística o cultural, es algo irrepetible e imprescindible, algo que una vez creado es inmortal porque perdura en el tiempo y en el espacio. Eso es lo que está pasando con este humilde hors d’oeuvres, para decirlo en francés —porque eso de entremeses a mí me parece lejano— que cada día se internacionaliza más, aunque muchos, por comodidad o vergüenza, lo llamen dedito de queso. Incluso me he encontrado con el apodo de tequesitos, para que los que no son venezolanos entiendan de qué se trata.
El tequeño original fue siempre un trozo de queso envuelto en masa de harina de trigo que se fríe. Se come caliente, con las manos, sin necesidad de cubiertos. Hay derivaciones que incluyen otros rellenos dentro del mismo tipo de masa: chocolate, mermelada de guayaba, chistorras, etc. En el Zulia los hacen con masa de plátano, otros usan masa de hojaldre.
También acostumbran acompañarlos con salsas diversas, dulces o saladas, papelón, mermelada, soya, etc., hasta kétchup o salsa rosada. Pero nada como el tequeño originario, magnífico en su sencillez, grande en su pequeñez.
Pese a sus pocos años —porque su creación es reciente, viene de la primera mitad del siglo pasado— se ha convertido por mérito propio en el pasapalo más genuino de nuestra gastronomía, con atributos que superan lo culinario y lo elevan al nivel de obra de arte. Todo es cuestión de mirarlo con otros ojos, en otra dimensión, sin las premuras del apetito contenido, sin el temor de quemarte al primer mordisco por no poder contener las ganas de entrarle de una vez aunque venga humeante, con la tranquilidad que requiere contemplar un tepuy o visitar un museo.
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Piensen en la configuración del tequeño, en su condición física. Se trata de un pasapalo simétrico, cuya magnitud se expresa en las dimensiones de su cuerpo, con una correspondencia exacta en forma, tamaño, posición, con un eje de queso fundido que se extiende como un equilibrista en su cuerda cuando lo partimos en dos antes de llevarlo a la boca.
El tequeño, bien hecho por supuesto, es elegante, entendiéndolo como algo dotado de gracia y sencillez. Es noble y singular, generoso, con cualidades únicas que lo diferencian de otros referentes en su categoría. Es cómodo, fácil de manejar, conveniente, proporcionado, no requiere de cubiertos ni recipiente para ser consumido, basta con los dedos, como una prolongación suculenta de las manos.
El tequeño es un condumio absolutamente democrático, reconocido y respetado por todos. Su consumo trasciende clases sociales, razas, credos religiosos, preferencias políticas y mal de envidia. Nadie ha podido inhabilitarlo ni suprimir sus derechos. Será siempre el tequeño, nunca la tequeña.
El tequeño resulta imprescindible en cualquier reunión, es imbatible en popularidad, es leal y consecuente, fiel como el mejor amigo. Es hasta adictivo, diría yo, porque nadie se resiste a él. Nadie, nadie le dice que no a un tequeño, además, es imposible comerse uno solo. Por eso es un clásico y lo clásico nunca pasa de moda.
El tequeño perdurará por siempre en nuestra cultura alimentaria.
Nota: El gentilicio de los nativos de Los Teques es tequense.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.