En carne propia, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Con solo una llamada telefónica usted puede recibir en su casa, en Caracas, auténtica vaca japonesa, más conocida como carne wagyu de Kobbe, siempre y cuando esté dispuesto a pagar US$387 por cada pieza. Viene certificada y garantizada con un documento que cuenta dónde nació y se crio la vaca, así como una cartulina impresa con la nariz del animal como huella de identidad. Si lo que quiere es punta trasera para hacer una parrilla dominical con wagyu, debe desembolsar la cantidad de US$990 aproximadamente, además de la propina para el motorizado que hará entrega del envío. Si le parece costosa, puede optar por la imitación estadounidense de este mismo tipo de carne por solo US$70 el kilo; claro, la vaca no muge en japonés sino en inglés. Hay también una versión uruguaya-nipona un poquito más cara, unos US$80 el kilo de colita de cuadril, con vacas que mugen en español con acento gaucho.
Si lo que desean es carne garantizada por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, la oferta es muy amplia, desde la prime hasta la select pasando por la choice, con precios van desde el US$20 hasta los US$65, dependiendo del corte y del nombre que le pongan —no es lo mismo llamarse chocozuela que tomahawk—. Solo tienen que ver que en la etiqueta diga USDA, libre de sanciones y bloqueos. Cualquier investigador cibernético que encuentre esta información en las redes puede afirmar que este es un país del primer mundo.
Los que compramos en automercados y frigoríficos locales, sabemos que los precios de la carne de res nacional son infinitamente inferiores a estos, donde, por ejemplo, un kilo de carne para mechar está en US$3,80, una punta parrillera en US$4,60 y un solomo de cuerito en US$5,79. Aun así, más del 80% de la población no puede acceder a ella. No por culpa de la carne, sino por lo escuálido de la cartera.
Por más que sus detractores digan lo contrario, la carne roja contiene nutrientes esenciales para la vida humana, además de transformarse en una experiencia sensorial inolvidable cada vez que disfrutamos una parrilla, atraídos por ese aroma inconfundible de la carne asada sobre un fuego intenso y vivo. Todo depende de la cantidad de grasa que contenga y de la alimentación del animal.
Aquí surge la primera contradicción. La carne wagyu se caracteriza por su marmoleo, como llaman a la grasa intramuscular que le da esa forma de mapa rojo y blanco a cada pieza. Es la más grasa de todas las carnes y, sin embargo, es la más costosa. Algunos dicen que es la más exquisita del mundo. Yo la probé en Japón, en la propia localidad de Kobbe, cerca de Kyoto, y puedo afirmar que no justifica lo que pagan por ella.
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La preferencia por las carnes debe ubicarse en su carácter magro, bajo en grasa, para obtener una dieta balanceada y saludable. Aquí, la carne venezolana es única. Para no ser acusado de chovinista, recurro a un informe de la Fundación Bengoa donde se afirma que la carne magra venezolana producida abiertamente a potrero, sin alimentación artificial ni confinamientos, es considerada una carne verde. Sus cortes contienen muy poca grasa y no superan en promedio el 4%, bastante inferior a los mismos cortes en carnes en los Estados Unidos. Textualmente: «Se ha comprobado que la res que se alimenta con solo pastos cultivados produce una carne más saludable. La razón de este es que la res es un herbívoro con una digestión bacteriana no enzimática como la del humano, por lo cual el ganado es un excelente metabolizador de la hierba y un pésimo convertidor de cereales en carne. La carne producida a base de hierba no solo tiene menos grasa sino que esta pertenece a las clases de grasas que son esenciales para el crecimiento y desarrollo del ser humano».
La conclusión del informe trae esta frase lapidaria: «Las ventajas nutricionales y económicas que ofrecen las carnes nacionales definitivamente deben llevar a la mayoría de los médicos a revisar con más detenimiento la restricción que realizan hoy día al consumo de este tipo de productos, básicamente por estar mal informados con trabajos que se sustentan en data proveniente de países que producen carnes que son de altísima calidad pero que en la práctica resultan completamente diferentes a las nuestras».
El problema de la carne nos afecta a todos, aunque no en iguales condiciones. Lo que compran carne importada no se preocupan por el colesterol ni por el presupuesto. Los que compramos carne nacional, apenas cubrimos la demanda hogareña. Los ganaderos ven reducir sus rebaños ante unos precios que no cubren costos, mientras para la gran mayoría un mísero bistec se torna inexistente.
El más emblemático de los platos de la cocina venezolana, el pabellón criollo, nació en tiempos coloniales a partir de la carne frita que se comía tres veces al día, cuando el consumo promedio era el más alto del mundo, con 409,67 gr. (Lovera) diarios per cápita, en 1744. Hoy, ese consumo está en 3 kg. al año, lo que da una ingesta diaria de 8,21 gr. (FAO).
Como dijo la doctora Marianella Herrera en televisión hace pocos días, nos estamos alimentando solo con carbohidratos y eso conspira contra nuestra identidad como nación. La proteína animal expresada en carne de res no es siquiera un recuerdo. Ya nadie sabe qué es un pabellón. Lo estamos sufriendo en carne propia.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.