Entre la guerra por la comida y la comida de guerra, por Miro Popić
No es lo mismo la guerra por la comida que la comida de guerra. Eso lo sabemos desde el comienzo de nuestra historia republicana, e incluso de antes. Fue en Angostura donde Bolívar se dio cuenta que, como dice Mario Briceño Iragorry, “la guerra no podía hacerla un pueblo sin carne ni pan propios”. Se ocupó entonces del ganado que pastaba en las generosas sabanas de Guasipati y ordenó grandes salazones para ir acumulando tasajo con qué alimentar a la tropa. Los angostureños tuvieron que alimentarse con sapoara y otros pejes pues la carne para los civiles fue racionada.
El Libertador escribió que necesitaba “cecina, cecina, cecina”, así, tres veces, revelando su nerviosismo. Briceño Iragorry agrega que “cuando la carne cecinada fue suficiente y los rifles venidos de Inglaterra aseguraron una superioridad sobre el enemigo, Bolívar remontó el Orinoco y fue a concluir a Boyacá su parábolas de victorias”.
Ironías de la vida: el mismo ganado traído por los españoles a fines del siglo XVI, y se multiplicó a lo largo de doscientos años, sirvió para combatir a las tropas reales en las campañas que trajeron a libertad a América. Agustín Codazzi calcula que en 1810 Venezuela tenía un millón de habitantes y había 4.800.000 cabezas de ganado. Luego de la batalla de Carabobo en 1821, solo quedaban 250 mil cabezas.
Se perdió el 95% del ganado y lo que vino después, junto con la Guerra Federal y el caudillismo, fue el hambre pura y simple. ¿Estarán al tanto de esto nuestros oficiales de hoy? ¿Lo sabrán los guerreristas del teclado?
También la yuca tuvo una participación destacada en estos juegos del hambre y de la guerra. El 31 de Mayo de 1821 Bolívar impuso una sanción de 25 palos al soldado que fuere encontrado comiendo yuca amarga y pena de fusilamiento a todo aquel que se “emborrachase o enfermase por haberla comido”. Ocurre que la dieta alimentaria en las provincias que componían la Capitanía General de Venezuela era diferente en cada región y los andinos desconocían la yuca.
Atacados por el hambre recurrían a lo que encontraban, sin saber que esa yuca contenía un veneno mortal y que era necesario procesarla a la manera de los indígenas amazónicos para hacerla comestible, especialmente en forma de cazabe. O sea, te podías morir por comerla o te podían fusilar por hacerla comido. Hoy, en pleno siglo XXI, todavía vemos noticias de muerte de niños por ingesta de yuca amarga ante la desesperación de no tener con qué alimentarse.
Quien mejor entendió la importancia de la alimentación en cualquier guerra fue nada menos que Napoleón Bonaparte y la explicó con esta sencilla frase: los ejércitos marchan sobre sus estómagos
Lo vivió en carne propia cuando se vio obligado a retirarse de Moscú y para alimentar a sus tropas en retirada tuvieron que comerse los 200 mil caballos que componían la Grande Armèe. Todos estamos en deuda con Napoleón aunque muchos no lo sepan. Buscando maneras prácticas para mejorar el rancho de los regimientos, se le atribuye el haber promovido los alimentos enlatados, el azúcar de remolacha y la margarina. El inventor de la preservación hermética de los alimentos fue el maestro confitero Nicolás François Appert quien fundó la primera fábrica comercial de conservas en el mundo. El abrelatas vino cuarenta años después ya que los soldados abrían las latas con sus bayonetas y a veces a tiro limpio. Como a los opositores.
Como vemos, al final la vida no es más que la continua lucha contra el hambre y nosotros, como pueblo, no somos ajenos a ella. Recordemos que uno de los temores de Lope de Aguirre, el Tirano, era “ser vencido por estos comedores de cazabe y arepas”, como escribió Miguel Otero Silva.
La única guerra que queremos es la guerra contra el hambre y esa la ganaremos cuando el casabe y las arepas alcancen para todos una vez que cese la usurpación, venga un gobierno de transición y tengamos elecciones libres