Genialidades, por Gisela Ortega
Mail: [email protected]
A mediados del siglo XVIII, el juego en la estación balnearia Spa, Bélgica, alcanzó tal auge que las autoridades se vieron obligadas a intervenir. El Salón Levoz, la más lujosa timba que allí funcionaba, el propietario se negó acatar las órdenes de la policía y fue precisa la actuación de 200 soldados y dos piezas de artillería para que el dueño de aquella tan distinguida casa de juego se decidiese a obedecer.
La iglesia de Long Wittenham, en la región del Támesis, se dice que fue construida por un jugador arrepentido. En apoyo de esta tradición se muestra a los visitantes una pequeña ventana horadar en forma de as de pique.
Hace más de un siglo la generalidad de los europeos ignoraba que existiese Mónaco. Por aquella época solo había en el principado una fortaleza, un palacio y unas cuantas cabañas. Su única comunicación con el resto del mundo era el buque que viajaba diariamente 15 kilómetros entre Mónaco y Niza.
En 1863, un emprendedor hombre de negocios francés, Francisco Blanc, obtuvo del príncipe de Mónaco, Carlos III, autorización para construir lo que hasta ese día era un solitario y peñascoso paraje a orilla del mar, un casino destinado a casa de juego. En honor al príncipe, se dio a este lugar el nombre de Monte Carlos, que más adelante pasó a ser Montecarlo. Mediante una propaganda inteligente, el francés atrajo pronto la atención mundial hacia su casino. Dotó al principado de carreteras, logró que el gobierno francés extendiera hasta Mónaco un ramal del ferrocarril, pavimentó calles, hizo alcantarillas, construyó parques, llevó el gas para el alumbrado. Edificó un hotel de lujo junto al casino.
La riqueza de Blanc alcanzó sumas fantásticas a costa de muchas fortunas que allí se quedaron. Y el principado de Mónaco fue y es conocido universalmente.
La pelota es mencionada en las más antiguas obras literarias y pinturas que se conocen. En los frescos egipcios aparecen niños coetáneos de los faraones entreteniéndose en lanzarla contra el muro. Homero deja testimonio de este juego al hablar de las diversiones a que se entregaba la princesa Nausica. Herodoto atribuye su invención a los lidios y la tradición latina concede a los soldados romanos la honra de haberlo popularizado por Europa.
*Lea también: Carabobo, 200 años después, por Ángel R. Lombardi Boscán
La iglesia de Santa Engracia, en Lisboa, Portugal, no se terminó jamás. Fue edificada cerca del convento de Santa Clara y fundada por la infanta María, hija de don Manuel y amada por Camoens. Prometía ser el convento portugués más hermoso del siglo XVII y era una concepción original y atrevida por sus cuatro torres. Pero un joven condenado a morir en la hoguera por haber profanado la hostia gritó al pasar por delante del templo en construcción cuando lo llevaban al suplicio: «Mi inocencia es tan segura como lo es que las obras de Santa Engracia nunca se terminaran». Unos meses después se descubría que, efectivamente, no era culpable.
Cayó una maldición sobre la iglesia, cuya cúpula se hundió varias veces. Y abandonada desde entonces, pese a varios llamados en su favor, entre ellos el del gran crítico Ramalho Ortigao, Santa Engracia se convirtió en un almacén de intendencia. La expresión: «Esto es como las obras de Santa Engracia» ha pasado al lenguaje común para señalar: lo que emprendemos sin ser capaces de llevar a cabo.
Existe la creencia de que la mantequilla fue descubierta por los árabes, casualmente.
Al transportar leche dentro de los odres cargados sobre camellos, las sacudidas que sufría el liquido eran tales que los odres hacían las veces de batidoras y, en ocasiones, la leche se convertía en mantequilla… A quienes alguna vez hayan montado en camello no les parecerá exagerado. Todavía en algunos pueblos de la India se consigue la mantequilla agitando las botellas llenas de leche.
El mar Rojo…es azul. Parece ser que debe su nombre a los romanos de Plinio que le denominaron mare Rubrum, y ello a causa del color que reviste en las marismas saladas vecinas a Suez. Allí, miríadas de Phyllopodes, microscópicos y de color púrpura, prestan a las aguas un tono rojizo. También fue llamado, Sinus Arabicus, pues en realidad, el mar Rojo, es el mar musulmán por excelencia. Chauvelot, en su obra Las islas paradisíacas, y bajo los efectos de las altas temperaturas que allí tuvo que soportar, aventura la hipótesis de que ese mar es llamado Rojo porque el calor de su viento tórrido congestionó hasta el tono escarlata a los navegantes femeninos, los primeros que se aventuraron en él.
Por primera vez en la historia del mundo la moda femenina efectuó su ingreso en las severas aulas de la Sorbona, el más famoso centro docente de Francia. En 1955-56 comenzó a funcionar la Cátedra de la Moda, confiada al renombrado modista parisiense Christian Dior, quien falleció en 1957.
Gisela Ortega es periodista.
TalCual no se hace responsable por las opiniones emitidas por el autor de este artículo