¡Hasta cuándo mesías!, por Teodoro Petkoff
Una de las cosas de que más se ufana el chavismo borbónico (ni olvida ni aprende) es de la condición única y absoluta de su líder, de la obediencia gozosa (servil, diríamos otros) con la cual atiende su caprichos; es el Líder Máximo, dice, copiando el uso cubano. Todo eso para contraponer esa conducción autoritaria y autocrática al supuesto despelote del liderazgo de la oposición, en la cual, arguyen, éste se encuentra diluido y disperso, careciendo por tanto de unidad de mando.
Pues bien, ésta es otra necedad que también merece un comentario, porque a fuerza de dejarla pasar casi se ha vuelto una verdad consagrada.
Este país está harto de los líderes autoritarios. Con Chacumbele hemos cubierto por lo menos por un siglo la ración que nos tocaba, después de los casi treinta años de Gómez. Para tener esa clase de liderazgo es preferible no tener nada. Un país donde uno solo manda y entre los que lo siguen todos los demás obedecen como zombies, es un país desgraciado.
La experiencia universal ha demostrado que no sólo son preferibles, sino mucho más eficientes, los liderazgos que se someten al debate democrático, aquellos que discuten y son discutidos, que no son temidos sino respetados (a pesar de la opinión en contrario de Maquiavelo), que ganan y pierden debates.
Los supuestos liderazgos únicos, acatados bovinamente, suelen impresionar mucho al comienzo pero después se hunden (y hunden a sus países) irremisiblemente en el más espantoso caos. El ejemplo histórico de Churchill y Roosevelt, que debían fajarse con su parlamento y su congreso para tomar decisiones que Hitler y Mussolini hacían aprobar con sólo un chasquido de los dedos, es tal vez el más elocuente a este respecto. Para los errores del Líder Máximo no hay más remedio que el de las patéticas «reflexiones» de un anciano «resucitado», quien medio siglo después, por la inteligencia que nadie le niega, se siente obligado a reconocer públicamente lo que una vez le dijera a García Márquez, quien no se guardó el secreto: que la revolución que habían hecho no le gustaba ni a él ni a Gabo. Pero ya es agua derramada. Esa «autocrítica» no devuelve vidas, no hace producir los campos, no pone a funcionar los centrales azucareros, no da de comer, mata el pensamiento. Para los errores de la conducción democrática hasta el peso de la opinión pública, más allá del debate especializado, importa a la hora de sacar las patas del barro. Con eso nunca pudo contar Fidel Castro y Hugo Chávez tampoco quiere aceptar esa posibilidad.
La fuerza la de la oposición democrática, en el fondo, reside precisamente en que es todo lo opuesto a la conducción caprichosa, no pocas veces «folklórica» (que es la manera venezolana de denominar cursi y ridícula una determinada postura), muchas, muchísimas veces, equivocada hasta la estupidez. De manera que el chavismo borbónico puede meterse su Líder Máximo por el bolsillo, como dijera una vez en su lenguaje florido y lleno de gentileza hacia el adversario, el propio Jefazo, en frase, que como muchas de las suyas, sólo a él se le ajusta perfectamente.