Un adiós agradecido a Pablo Antillano, por Alonso Moleiro
Twitter: @amoleiro
Cuando entré a trabajar en diario El Nacional, en agosto de 1997, Pablo Antillano era ya una leyenda en el universo de la información y las comunicaciones. Un periodista cultural que tenía rato dando de qué hablar; un espíritu creativo e inquieto, y uno de los cerebros asesores de lo que, por entonces, era el proyecto editorial de mayor prestigio del país.
A nuestros oídos llegaban con regularidad las experiencias editoriales que le hicieron célebre: las cumbres alcanzadas con “Reventón”; el empaque y el impacto de “Libros al día” y “Buen Vivir”. Su pasantía por la redacción del diario, entre los años 70 y 80, como jefe de las páginas culturales. La impronta del semanario Todo en Domingo, junto a Gonzalo Jiménez, uno de sus últimos legados en materia de lectoría y contenidos.
En varios momentos fundamentales del quehacer político venezolano -las elecciones presidenciales que iban a dar ganador a Hugo Chávez en 1998, por ejemplo- acudimos a escuchar la interpretación de Pablo de los hechos; a hacer nuestras sus directrices como comunicador estratégico y analista.
Muy rápidamente, Pablo se hizo una persona cercana. Los periodistas de mi generación siempre tuvieron en él un orientador y una mano amiga. Descubrimos en aquel sujeto barbado y entrecano no sólo un hombre de pensamiento, una inteligencia viva, un amigo de la vanguardia, sino un excelso consumidor de cultura, una persona que siempre estaba actualizada. Pablo Antillano era el ejemplo vivo del espíritu joven que debe privar sobre todo lo adulto. Un cerebro diseñado para tomar de la vida lo bueno; para divertirse de manera cabal y legítima sin abandonar el principio universal del compromiso profesional.
Pude navegar varios años contando con la suerte de tener cerca a Pablo Antillano. Tengo sembrada la sensación de agradecimiento por contar con su presencia cálida y su consejo desinteresado frente a entuertos que le coloca la vida a la gente. Varias veces acudí a escuchar sus opiniones al momento de emprender nuevos proyectos, y también en momentos turbulentos de carácter personal.
Con bastante regularidad me actualizaba con sus cosas cuando leía “Código de Barras”, uno de sus últimas iniciativas, toda una oda a los mejores momentos de la bohemia en Caracas, con un capitulado especial a las tascas españolas de La Candelaria, un objeto de culto para los habitantes de la capital y una afición compartida.
En los últimos años, metido de cabeza en las tribulaciones internas del Colegio Nacional de Periodistas, me lo cruzaba eventualmente para escuchar complacido sus elogios y sus palabra de aprobación. Viniendo de quien venía, para quién esto escribe aquello se parecía mucho a una condecoración.
Se ha ido un amigo, un orientador. Todo un “coach” de tercera base: un estratega que a distancia le hace señas al bateador de turno para decirle lo que tiene que hacer en los momentos clave del juego de pelota. Hoy lloramos su partida, extrañados y extraviados ante su ausencia, que uno no se termina de creer habiendo encarnado tantas veces lo bonito del oficio de estar vivo. Profundamente agradecidos, sobre todo, de habernos topado con esa inusual combinación de brillo profesional y nobleza.