La cocina como espectáculo, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Lo que está ocurriendo con la apertura de restaurantes en Caracas y otras ciudades –aclaro que con algunos restaurantes– no tiene nada que ver con la cocina ni con la gastronomía. Se inscribe en lo que llamo la cocina como espectáculo y no es culpa de los cocineros. Al menos, no de todos. Las causas hay que buscarlas en la postmodernidad y el vacío cultural que impera en las artes, la literatura, el cine, etc., donde la diversión se impone al conocimiento, la imagen desplaza a la palabra y el vacío conceptual reina ante la carencia de ideas.
Pan y circo parecieran ser nuestras primeras necesidades. No en el sentido exacto romano, panem et circenses, cuando el emperador Julio César daba trigo y representaciones circenses gratis a los ciudadanos para obtener poder político, logrando despojarlo de su espíritu crítico.
Hoy, entre nosotros, es más bien a la inversa, es decir, circo y pan, no para conservar poder sino para demostrar que sí puedo y el resto no.
Contemplamos como nunca antes un deterioro civilizatorio donde el contenido es cada vez más pobre, desnaturalizado, superficial, hueco. La cocina no escapa a la banalidad imperante. Asistimos al predominio de lo postizo, incluso en cuestiones de comida donde, más importante que lo que está en el plato, es el escenario donde se monta ese plato. Incluso una grúa.
Cuando ya no hay diferencia entre fogones y pasarelas, cuando desaparecen los cocineros y se imponen los inversores, cuando la crítica y el conocimiento se ausentan de la mesa, cuando se explica el mundo desde la frivolidad y la apariencia, la cocina de las convicciones se evapora, se vuelve insustancial, preocupada más de la apariencia que de la esencia, donde el gesto y la forma desplazan los valores y principios.
Hay una inversión fuerte en el sector, algo desproporcionada y totalmente asimétrica, donde las posibilidades de recuperación lucen difíciles a corto plazo. Esto lleva a propuestas estrambóticas y sobredimensionadas, pensadas más en la diversión que en la alimentación, alejadas de lo gastronómico y lo culinario, donde los beneficiados son los arquitectos y los diseñadores y no los cocineros ni proveedores. Predomina la frivolidad y el artificio en busca de los pocos comensales con poder adquisitivo que pueden soportar altas facturas.
*Lea también: Populismo punitivo, por Javier Ignacio Mayorca
Para algunos, el restaurante es sinónimo de parque de atracciones. El objetivo es atrapar incautos para vaciarles la cartera con una pata de pavo que es lo mejor que se puede comer en Disney. Mientras más salvaje, mejor. Pareciera que hay un público para eso y no tiene nada de malo que gasten su dinero en lo que les plazca, pero, por favor, no lo vendan como cocina ni mucho menos como gastronomía. La alimentación es algo demasiado serio como para dejarlo en manos de prestidigitadores.
Esta confusión en la cocina pública caraqueña se inserta en lo que ya en 1967 el francés Guy Debord calificó como Sociedad del Espectáculo, previo al Mayo 68 que impuso aquello de prohibido prohibir y seamos realistas pidamos lo imposible. Esta tesis se amplió año más tarde a La Civilización del Espectáculo entendida como expresión del abandono de la idea clásica de cultura por una cuyo objetivo es la diversión y el placer, promoviendo la evasión fácil sin formación ni referentes. Cultura de masas la llamaron, aunque sea para algunas élites.
Hay un público para esta idea y algunos pueden hacer dinero con ella. Bien por ellos, pero es bueno recordar algo que escribió el Premio Nobel mexicano Octavio Paz: «La civilización del espectáculo es cruel. Los espectadores no tienen memoria; por eso tampoco tienen remordimientos ni verdadera conciencia. Viven prendidos a la novedad, no importa cuál sea con tal de que sea nueva. Olvidan pronto y pasan sin pestañear”.
Recordemos que restaurante viene de restaurar acuñado por un cocinero francés en 1765 que prometía venite ad me omnes qui stomacho laboratis et ego restaurado vos. Es decir, venid a mi casa hombres que tenéis el estómago débil y yo os restauraré. Esa restauración era a través de la co-mi-da y comenzaba con una contundente sopa caliente consumida con cuchara en mano. Si no se come no se piensa, decía Descartes.
Junto a esta tendencia de cocina como espectáculo, de pasarela, efímera y frágil como cualquier moda, hay felizmente un gran grupo de cocineros venezolanos trabajando duro en restaurar nuestros estómagos, alimentando la memoria, creando y reproduciendo recetas, sirviendo felicidad condimentando los alimentos. Esos son los que perdurarán, fieles a ese principio que pregona uno de los restaurantes más antiguos de la ciudad: lo nuestro es la comida.
Mail: [email protected]
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.