La esencia democrática del ají en nuestra cocina, por Miro Popic
¿Por qué a algunos les gusta el picante y a otros no? ¿Por qué hay algunos que son más sensibles que otros ante el picante? ¿Por qué hay ajíes que pican más que otros? Preguntas sencillas para respuestas complejas donde la incógnita original sigue prevaleciendo. Cito a Paul Rozin, uno de los más grandes investigadores de las raíces biológicas y culturales de las opciones alimentarias: “La adopción de los ajíes picantes como alimento en las culturas de la América precolombina, y su rápida adopción por otras culturas del Viejo Mundo con posterioridad a la Era de la Exploración, continúa siendo un verdadero enigma”.
Más que una cuestión de gusto inherente a una opción personal, subjetiva, mera decisión individual, existen disposiciones genéticas que nos llevan a rechazar o preferir determinados alimentos, incluso aquellos que nos pueden causar dolor y placer al mismo tiempo, como si se tratara de un masoquismo gastronómico.
La explicación actual se enmarca dentro de lo que se conoce como gastronomía evolutiva que se ocupa de aclarar las relaciones genéticas, alimentarias y culturales que rigen nuestra dieta, factores que al final se traducen en salud o enfermedad
Gary Paul Nabhan, de la Universidad de Arizona, autor de numerosas publicaciones, entre ellas una dedicada a la ecología y la etnobotánica de las plantas picantes, Por qué a algunos les gusta el picante, dice que todo tiene que ver con la genética del gusto.
Se equivocan quienes piensan que el picante consumido regularmente o en exceso quema las papilas gustativas lo que lleva a que los aficionados al picor sean insensibles a propuestas más delicadas y sutiles. No hay prueba de ello. Lo que ocurre es que las papilas gustativas de los humanos no son iguales y hay algunos que son más propensos que otros a determinados sabores fuertes, lo que los convierte en superdegustadores, degustadores medios y no degustadores, de acuerdo a clasificaciones establecidas mediante estudios de percepción química.
A.I. Fox habla de una ceguera del gusto como “característica heredable cuya expresión varía radicalmente dentro de las poblaciones”. La doctora Linda Bartoshuk, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Yale, quien estudió la conexión entre el gusto y el dolor bucal, lo que se llama síndrome de la boca ardiente, estableció que “el sistema del gusto no sólo sirve como entrada sensorial, sino que también inhibe sensaciones incompatibles con el acto de comer”, descubriendo la existencia de poblaciones genéticamente predispuestas a una superdegustación mientras que otras no lo son tanto. Bartoshuk reconoce que el descubrimiento de la asociación entre la facultad genética para degustar y la percepción de ardor es reciente y que aún falta por investigar su distribución geográfica.
¿Explica todo esto el hecho de que partiendo de un mismo elemento varía el uso del picante en mayor o menor grado en las diferentes cocinas americanas, como la peruana, la mexicana, la venezolana y todas las demás cocinas?
Para mi hay una explicación política. Mientras en culturas alimentarias como la mexicana o la peruana el uso (y abuso) del ají constituye un pensamiento único, hegemónico, autocrático, en el caso venezolano es esencialmente democrático
Cocinamos sin ají, pero comemos ají y lo hacemos al gusto de cada quien donde individualmente tomamos el ajicero y le ponemos la cantidad que nos acomoda, que nos va bien, que más nos gusta. Lástima que esta culinaria democrática no se aplique al acontecer político diario de nuestro atormentado país.