La gran fiesta del kitsch político venezolano, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @gvillasmil99
“El kitsch es un biombo que oculta a la muerte”
Milan Kundera, La insoportable levedad del ser
“Ordinario”, “cursi”. En España se refieren a ello como “hortera” o “cutre”. Abundan las traducciones con las que desde nuestra lengua tratamos de aproximarnos al significado de la voz alemana con la que se refiere uno a toda expresión estética de mal gusto con independencia de su costo o elaboración. El chavismo ha sido desde siempre abundoso en expresiones kitsch.
Andando por ahí suele ver uno el avance de las obras en la vivienda que algún “bendecido y afortunado” del régimen está remodelando: costosas baldosas del más fino gres que se confunden con pocetas “aerodinámicas”, dinteles de teja criolla rematando fachadas pretendidamente minimalistas, portones lock imitación madera adornados con faralaos de metal en los que nunca ha de faltar el “ojo mágico” y el nombre sobre el muro —generalmente algún criollismo, santo o la resulta de una rara combinación de vocales sin sentido— invariablemente escrito en letras grabadas en metal.
Toda una apoteosis kitsch para reírse a carcajadas, de no ser porque probablemente se esté pagando a nuestras expensas y a precios que difícilmente al alcance de cualquier empleado público salvo en la Venezuela revolucionaria, claro está.
El ámbito automotor tiene sus propias expresiones del kitsch chavista, siendo la camioneta 4×4 de no menos de 40 mil dólares uno de sus mejores exponentes. Rudas, agresivas y cerriles, no hay acera, jardinera u hombrillo que se salve de sus ruedas inmensas, porque para sus tripulantes nada sino su destino es lo que traza el camino. Sobre sus consolas es frecuente ver, ¿olvidadas?, gorras coloradas bordadas con ridículos anagramas militares, estrellas, siglas y demás señas distintivas del organismo público de adscripción del feliz propietario, quien para mayor abundamiento siempre se asegura de dejar a la vista de todos, colgado del espejo retrovisor, el carné laboral junto al rosario de cuentas y zapatico Pocholín del bebé.
Los restoranes y barras del este de Caracas son otras vitrinas por excelencia de la poderosa cultura kitsch instaurada por la revolución, la de la carne en vara que se deglute con güisqui agitado con el dedo y las llamadas de atención al mesonero exigiendo la entrega de las sobras con la excusa de que son “para el perrito”.
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Marquesinas de lo pacato, escenarios para ver y ser vistos en los que circulan imparables el dólar y el escocés “mayor de edad” y deslumbra la lentejuela de la belleza artificial de las “prepago”; palacetes de vidrio y drywall a cuyas puertas se agolpan familias enteras que entre basuras buscan qué comer ante la mirada impasible de escoltas y “guaruras”, a bordo de motocicletas más costosas aún que sus propias viviendas que aguardan con caras de fastidio hasta que en sus cómodos ambientes se harten de vol-au-vent, espumantes y canapés sus rollizos jefes: tales son las grandes catedrales que al kitsch ha levantado la revolución bonita.
Pero en los regímenes totalitarios el kitsch es mucho más que una estética de faralaos, bombillitos y papier–mâché. Bajo su regla, el kitsch opera como poderoso instrumento que decide, con fuerza pretendidamente moralizadora, qué sensibilidad, inteligencia y belleza serán las permitidas.
El stalinismo lo hizo con aquel espantoso “realismo socialista” que pintaba a robustos y sonrientes jóvenes koljosianos tan distintos de los millones que murieron de hambre durante el horror del Holodomor.
El reich alemán no fue menos y puso a Leni Reifenstahl a filmar valkirias rubias de tetas inmensas para exaltar una pretendida superioridad aria pletórica de catires atléticos y felices, mientras que en los campos de exterminio de Dachau, Treblinka y Auschwitz-Birkenau se llevaba a cabo el más espantoso crimen del siglo.
Caso digno de mención es también el del sátrapa norcoreano, cuyas facies siempre suelen recordarme las fotografías clínicas del tratado de endocrinología de Williams. Muy dado a los corros con muchachitas en traje típico agitando banderitas a su paso y flanqueado por generales con medallas hasta la altura de las rodillas, el tirano de Pyongyang no se la piensa dos veces a la hora de ordenar la ejecución hasta de sus parientes directos si alguno comenzara a parecerle incómodo.
Y como en Iberoamérica nunca queremos quedarnos atrás, aquí tampoco faltaron expresiones de lo mismo. Mi generación creció escuchando a un lloricoso Pablo Milanés echando mocos por los caídos en las ensangrentadas calles de Santiago que jamás dijo “ni pío” cuando por donde corrió la sangre fue por las de Caracas. El kitsch comunista es así. Su función, siguiendo con el argumento de Kundera, es la de ocultar aquello que la estética de la revolución considere impropio, feo o “políticamente incorrecto”.
Una notable expresión de ello la encontramos en la campaña oficialista con miras a las más que cuestionadas elecciones del 6D, que entre estrellas, fotografías de cartel y letreros multicolores nos invita a marchar juntos y sin chistar en pos de destinos de diseño que los sesudos tinterillos marxistas ya se encargaron de definir de antemano.
Así, por ejemplo, en una de sus vallas observamos a un muchacho que saluda a su “pana” a bordo de una scooter italiana que en nada recuerda a aquellas motocicletas chinas “socialistas” con las que en otros tiempos el chavismo equipó a su “fuerza motorizada”, los équites de la revolución.
En otra, un joven enamorado corteja flor en mano a la noviecita que parece habersele puesto “dura”, ¡como si a las nuevas generaciones en este país les estuviera dado ni tan siquiera soñar con un proyecto de pareja y de familia! Otra pancarta más allá retrata una ancianita recibiendo el abrazo cariñoso de quien posiblemente sea su nieta, escena bastante improbable hoy siendo que los jóvenes emigran y los viejos quedan atrás abandonados. Pero la lista es larga.
Abundan las lucecitas multicolores sobre un río cloacal, los muñecotes de alambre en plazas y jardines y los “encendidos” navideños en un país de ciudades sin luz eléctrica. Porque la función del kitsch en la Venezuela bajo el chavismo, como la Checoeslovaquia ocupada por los tanques soviéticos, no es otra que la de proporcionarnos, diría Kundera, “un ideal estético del acuerdo categórico con el ser”. O lo que es lo mismo: imponernos lo que se ha de tener como bello, bueno y, por tanto, permitido, ejerciendo sobre nosotros una “dictadura del corazón” que castigará sin contemplaciones a todo aquel que se niegue a aceptar, por ejemplo, el “Chávez te ama”, el “juntos todo es posible” y el que estemos obligados a ser felices en Navidad así vivamos la angustia de depender de un GoFundMe para salvar la vida del padre, la madre, la pareja o el hijo enfermo.
La campaña institucional del 6D, cuyos códigos se confunden fácilmente con los de la oficialista, invita al país a una fiesta triste animada con papelillo de consignas desgastadas y canciones de rocola vieja. Fiesta en la que, como en todo guateque venezolano, ya aparecieron los célebres “arroceros”, infaltables personajes en cualquier baile, sarao o condumio nuestro que hacen acto de presencia escudándose en el jabonoso argumento del “no me invitaron, pero tampoco me dijeron que no viniera”.
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Como fiesteros coleados que se pasan toda la noche persiguiendo el último tequeño de la bandeja o procurándose un vasito de buen escoces, el “alacranismo” –insólita reunión de pastores sin rebaño, fablistanes de engolada voz, fracasados de toda la vida, oportunistas y políticos de segunda división– se hace presente contribuyendo así a animar el acontecimiento político más kitsch que se haya visto en Venezuela desde las “semanas de la patria” del perezjimenismo.
Llegará el 6D y con él morirá la última expresión republicana que quedaba en pie en Venezuela. Como morirán también el “salidismo” y sus derivas, las famosas “opciones sobre la mesa” del señor Trump y el té de las cinco compartido en salones de Bogotá, Madrid o Washington por un liderazgo político que hace rato no encuentra el norte en la brújula del país real.
Solos nos quedaremos los venezolanos. Íngrimos con el drama de nuestros enfermos, de nuestros emigrados humillados hasta en republiquetas balneario, de nuestros emprendedores arruinados por la hiperinflación y la pandemia, de nuestras familias rotas y nuestros sueños destruidos; abandonados por todos y sin otra opción que “recoger los vidrios” y seguir adelante, ocultos por las sombras de las pancartas y las coloridas banderolas del régimen que decretan oficialmente nuestra condición de seres felices aunque nuestras vidas estén hechas añicos.
Porque tal es la función del kistch que el 6D tendrá su más grande fiesta, esa mampara llamada a esconder de la vista todo aquello que la revolución considere impropio: el kitsch, que como dice Kundera, “es la estación de paso entre la muerte y el olvido”.
Referencias:
Kundera, M (ed.1985) La insoportable levedad del ser. Barcelona, Tusquets Editores, pags.253-259.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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