La guerra del cacao, por Miro Popic
Cuando el ingenio humano se asocia con lo mejor de la naturaleza pueden surgir creaciones excepcionales.
El mejor ejemplo lo tenemos en ese oscuro objeto de deseo llamado chocolate, una de las más grandes contribuciones inventadas por el humano para darle bienestar al mundo. Porque eso es el chocolate, un instante de satisfacción en medio de un entorno de vicisitudes.
La certeza de que se puede ser feliz aunque sea un momento, ese en que saboreamos el encanto de sus propiedades mágicas, misteriosas, seductoras. Y si ese chocolate está hecho con cacao venezolano, mejor aún.
Durante siglos nuestro país vivió, y muy bien, del cacao. Fue nuestro principal rubro de exportación y fuente de riqueza que permitió el desarrollo temprano de una sociedad en formación.
De esa época nos viene una frase que repetimos inconscientemente y que muchos no saben de dónde viene: el cacao venezolano es el mejor del mundo. ¿Es realmente así?
Todo comenzó cuando Jean Anthelme Brillat-Savarin, el primer gran gastrónomo y filósofo de la cocina francesa, escribiera en su Fisiología del Gusto, en 1825, que en todo el mundo existía acuerdo para confesar que los árboles de cacao que dan mejor fruta son los que crecen “… a orillas del Maracaibo y en el valle de Caracas. Su almendra es más gruesa, su azúcar menos áspera y su perfume más delicado”.
Corroboraba así el ilustre pensador francés lo opinado años antes por Antonio Lavedán, en su libro Tratado del tabaco, café, té y chocolate, de 1796, donde escribió que “el cacao de la costa de Caracas es más xugoso y menos amargo que el de las Islas Francesas; y así en Europa y Francia se prefiere el de Caracas a todos los demás”.
Hasta el día de hoy los grandes maestros chocolateros del mundo siguen compartiendo las opiniones de Brillat-Savarin y de Lavedán, quienes se referían a las variedades Sur del Lago y Chuao, dos de los más importantes cacaos criollos que nacieron y crecen en nuestra tierra y que junto con otras variedades nos ubicaron como el país productor del mejor cacao del mundo.
Muchos textos le atribuyen a Cristóbal Colón el haber llevado el chocolate a Europa. Pero no es así.
Lo más que llegó a ver el almirante de la mar océano, en su cuarto y último viaje, en 1502, fue una pequeño canoa indígena cargada de semillas de cacao, frente a las costas de Honduras, en un lugar identificado como Guanaja.
Al preguntar sobre esas semillas oscuras, planas, chatas, como habas, le dijeron que eran la moneda con que pagaban servicios y adquirían bienes donde, por ejemplo, un conejo valía diez semillas de cacao, un esclavo unas cien, costumbre muy antigua utilizada desde milenios en toda la región.
Nadie le habló a Colón del chocolate ni de los usos de esa misteriosa bebida que estaba destinada a convertirse en pasión. De aquellos tiempos viene la frase que dice que en América el dinero crece en los árboles.
Con el cacao pasó lo mismo que con el petróleo en estos días de revolución. De haber sido la mayor riqueza cultivada en esta geografía, rápidamente desapareció y ya ni siquiera figuramos en el mapa de los países productores.
Nos llenamos la boca con que tenemos el mejor cacao del mundo, pero ese cacao ya casi no existe. Y lo poco que hay, se lo roban.
Sólo la obstinación y dedicación de un grupo de productores de cacao fino de calidad han permitido que en los últimos quince años se hayan desarrollado importantes planes para recuperar plantaciones y poner nuevamente a valer la semilla criolla originaria que dio nombre y prestigio a Venezuela.
Se trata de buscar en las tierras cacaoteras las variedades autóctonas puras para, a partir de ellas, crear plantaciones seleccionadas genéticamente que se transformen en materia prima para elaborar buenos chocolates. A estos buscadores los llaman los cazadores de cacao.
El proceso es lento, dificultoso, complicado, pero fructífero y gratificante para quien lo hace con honestidad. Ahora, la mayor contrariedad, es una nueva plaga que se apropia del trabajo ajeno, vestida de uniforme y con cachucha. La llaman los asaltantes de cacao.