La Superliga como alegoría de lucha entre poderosos y clase media, por Gustavo Franco
Twitter: @GusFrancoH
Las secuelas que dejó la Superliga siguen en pleno desarrollo. Los hinchas del Arsenal están pidiendo constantemente que el dueño (Stan Kroenke) —los aficionados enfatizan en llamarlo el custodio— venda el equipo. Daniel Ek, fundador de Spotify, al ver la situación decidió hacer pública su intención de hacerse con la propiedad del equipo. La situación en el Manchester United es igual: los aficionados, aprovechando la inercia del fracaso de la Superliga Europea, están buscando ahora salir de la propiedad de la familia Glazer, muy impopular en Manchester.
Detrás de todo esto hay una dinámica que se da en otros ámbitos de la sociedad: compañías, fondos de inversión y capital riesgo, o familias muy adineradas que persiguen por encima de todo el rendimiento económico, lo cual llega —o puede llegar a pervertir— un activo cultural que pertenece a una comunidad.
En este caso, los dueños de los equipos más ricos y prestigiosos de Inglaterra se aliaron con sus pares en Italia y España para hacer una competencia que va en contra de la esencia misma del fútbol europeo: la competencia justa y abierta.
El fútbol europeo, estructurado en un formato de divisiones en las que los equipos ascienden o descienden para llegar a la élite —y una vez allí consiguen la clasificación a las competiciones europeas si logran ubicarse en puestos altos en sus ligas domésticas—, es un deporte sumamente meritocrático y democrático.
Los aficionados de cualquier equipo pueden soñar con alcanzar la cima del deporte, siempre y cuando los logros deportivos los respalden. Pero la Superliga Europea pretendía acabar con esa tradición, al hacer que sus miembros fundadores (15 equipos) tuvieran acceso permanente y garantizado a esta competencia, mientras que solo cinco equipos podrían clasificarse a este nuevo torneo. Todo esto se fraguó a escondidas de los aficionados y del cuerpo regulador del fútbol europeo: la UEFA (que tampoco es que esté exento de vicios y males). ¿El fin? Que los equipos con más audiencias jueguen más partidos entre ellos para así garantizar más dinero.
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El proyecto tuvo obstáculos. El Bayern de Munich era un club que los equipos que formaron la Superliga (Arsenal, Chelsea, Liverpool, Manchester City, Manchester United, Tottenham, AC Milan, Inter de Milán, Juventus, Atlético de Madrid, Barcelona y Real Madrid) deseaban que se uniera por su perfil mundial y porque allí juegan futbolistas reconocidos en cualquier lugar en que se disfrute del fútbol. Pero, en Alemania, los equipos están obligados a ser propiedad de los aficionados y, además, tienden a ser aficiones sumamente activistas. El Bayern de Munich y el Borussia Dortmund dijeron que no al proyecto. El París Saint-Germain, cuyos dueños retransmiten la Champions League a través del canal BeIN Sports, también dijo que no.
Pero el mayor obstáculo lo pusieron los aficionados de los equipos ingleses involucrados en la Superliga Europea.
En las islas británicas fueron los aficionados los que fueron a la calle a protestar (primero los del Liverpool y, luego, los del Chelsea, quienes fueron los primeros en jugar partidos tras el anuncio de la Superliga), haciendo que el tema trascendiera de lo futbolístico a lo social.
El primer ministro del Reino Unido, Boris Johnson, dijo que si era necesario bloquearía el proyecto con una «bomba legislativa». También llamó a los equipos y dijo que no le daría visados a los jugadores extranjeros y que subiría los impuestos si seguían montados en el proyecto.
Lo que quedó de manifiesto es que en Inglaterra, los aficionados están enfrentados a los dueños de los equipos. La Superliga los movilizó y, por más que se haya tumbado el torneo, los hinchas (del Arsenal) siguieron sus protestas, con miles de fanáticos haciendo presencia frente al estadio antes del partido contra el Everton del pasado viernes 23 de abril.
Esta vez pedían la salida de los dueños del equipo. Así, lo que se pudo ver fue una dinámica de unas fanaticadas apasionadas por sus equipos y unos dueños dispuestos a traicionar el espíritu del deporte para obtener beneficios económicos.
Los aficionados de los equipos, además, decían sentirse enfurecidos, por un lado, y avergonzados, por el otro. Enfurecidos por el hecho de intentar cambiar el espíritu del deporte. Y avergonzados al ver que se trata del equipo al que apoya el que está detrás de esta escisión. Un vínculo, basado en valores y comunidad, se vio traicionado.
Por eso, la Superliga Europea y su oposición sirve como alegoría de fenómenos relacionados con la globalización y búsqueda constante de nuevos mercados. Una compañía de producción de alimentos que genera el empobrecimiento de campesinos (u obliga al cambio de las prácticas sostenibles a favor de métodos intensivos), el desarrollo de inmobiliario de una zona que trae consigo gentrificación y desplazamientos de los antiguos residentes, o un gran minorista internacional que arrasa con su competencia local. Casos en los que una comunidad se ve afectada negativamente por el desembarco de grandes fortunas.
En el caso de la Superliga, el vínculo es tan profundo y la masa social de tal magnitud, que fue imposible llevar a cabo el proyecto, al menos en este momento. Sus promotores, sin embargo, tienen razones para sentirse optimistas. En España, por ejemplo, no se vio tanto rechazo. El gran obstáculo está en la movilización que hubo en Inglaterra, donde las personas identificaron esta propuesta de torneo como algo que atentaba contra la esencia misma del fútbol: competencia justa y las recompensas o castigos por los méritos o deméritos deportivos.
Gustavo Franco es periodista deportivo.
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