Las mujeres en la cocina, por Miro Popic
Autor: Miro Popic
La Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que hombres y mujeres deben recibir los mismos beneficios, recibir las mismas sentencias y ser tratados con el mismo respeto y eso se conoce como igualdad de género. ¿Se aplica este principio en Venezuela y, concretamente, en la cocina venezolana? Pienso que no.
La cocina venezolana no conoce igualdad de género, es machista, tremendamente machista, al menos en el tratamiento y reconocimiento que se le da a sus actores, pese a que, desde sus orígenes, surgió de manos femeninas, desde el primer sorbo de leche materna hasta la última sopa que nos hizo la abuela.
Fueron manos indígenas las que moldearon las primeras tortas de casabe y las primeras arepas que sirvieron de sustento a los grupos humanos originarios que se establecieron en el territorio. Fue la india quien siguió pilando maíz para las arepas que alimentaron incluso al conquistador, sin reparar en las consecuencias. Fueron manos esclavas femeninas llegadas de ultramar las que guisaron los primeros platos criollos en la consolidación de la colonia. Fue en los fogones traseros de las casas, junto al trabajo de las cocineras, donde comenzó a fraguarse la idea de libertad republicana. Fue mamá quién nos enseñó a comer con cubiertos y a amarrar las hallacas. Cuando ella no está, es la señora de servicio quien se encarga de la comida, o una tía, o la abuela, o la vecina.
En Venezuela, en sus orígenes prehispánicos, la mujer no solo se ocupó de la cocina en sí, de preparar las arepas y el casabe, sino que su intervención fue mucho más completa que en otras culturas ya que abarcó actividades de producción, procesamiento y consumo de los alimentos. ¿Y el hombre no hacía nada? Su responsabilidad, además de la guerra, era la cacería de animales, la recolección de la miel, la tala de árboles para la construcción de la casa y la preparación del terreno para la siembra.
Fue siempre la mujer, en la mayoría de los casos, la encargada de sembrar y de cosechar, de recolectar frutos, de buscar leña para el fuego y de preparar la comida. El jesuita Felipe Salvador Gilij, estudioso de las culturas indígenas del Orinoco, escribe que “a las mujeres les corresponde sembrar el maíz. Pero para sembrarlo no se cava antes el terreno ni con azadas ni con arado. Hace las veces de una cosa y otra con un largo palo, con el que hacen de vez en cuando pequeños agujeros, dispuestos de ordinario en filas, separadas las unas de las otras como tres palmos. Otra mujer entretanto mete en cada agujero cuatro o cinco semillas de maíz y las cubre con el pié… sembrar, limpiar, recoger y almacenar, corresponde a las mujeres”.
Con el tiempo y luego de la llegada de los hispanos las actividades de labranza realizadas por la mujer indígena fueron desapareciendo, no así su activa presencia en las labores domésticas que se incrementaron con la llegada de un nuevo contingente que alimentar, con otros gustos y costumbres, donde a pesar de los nuevos ingredientes y maneras de cocinar que se incorporaron al nuevo régimen alimentario que se creo con la conquista y colonia, se preservaron las costumbres ancestrales. Las cocineras indígenas fueron las portadoras de la aculturación alimentaria que se inició con la conquista.
Estamos en deuda con esas cocineras indígenas. Ellas fueron las primeras señoras de los aliños de nuestra historia.
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