Los deditos de sus pies, por Gustavo J. Villasmil-Prieto
Twitter: @Gvillasmil99
Los deditos de tus manos
Los deditos de tus pies,
uno, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete, ocho, nueve, diez
Andrés E. Blanco, Palabreo de la loca Luz Caraballo (1936)
La conmovedora gráfica de 50 pares de zapatitos de niño, ordenadamente plantados frente a la sede de la embajada de México en Caracas hace pocos días, debiera ser la clarinada que llamara la atención de quienes aquí y allá negocian –o al menos eso aparentan– con un régimen al que la vida de un venezolano nada importa. Pobrísimas chancletitas de goma, zapatitos deportivos de algún angelito que desde su cama de enfermo soñó con ser campeón o diminutos mocasines que pertenecieron a otro que añoraba poder volver a su escuela: allí quedaron puestos, como recordación dolorosa de los inocentes a quienes se les fue la vida esperando el trasplante o tratamiento que nunca llegó, mientras desde altas oficinas en Caracas movían cielo y tierra para amparar a un bellaco preso en Cabo Verde o se preparaban agendas y memorandos a ser presentados en alguna elegante mesa en Chapultepec.
Razón tenía el profesor Miguel Ron Pedrique, recordado maestro, cuando en su verso – refiriéndose al querido Hospital Vargas de mi juventud– escribiera: «Aquí los pobres mueren en silencio».
Nada más vaciado de valor en la Venezuela de la revolución que la vida humana. Porque una revolución no se hace para proveer de tratamiento idóneo a ningún enfermo sino para imponer un programa político cuyos fundamentos son tenidos como «necesarios» a partir de una pretendida ciencia marxista. Si a tal cometido se le ha de sacrificar la vida de un país entero, para el revolucionario ello nunca supondrá dilema ético alguno. No existe cosa tal como una ética marxista.
Así pues, la muerte de un niño hijo de venezolanos empobrecidos será para el marxista pecata minuta comparada con la colosal hazaña de ver coronado en el mundo un orden supuestamente superior en el que las contradicciones de clase ya no existan, etcétera, etcétera, etcétera…
De allí, pues, que a ningún maoísta le haya dado ni gastritis tras contar más de 20 millones de muertos como consecuencia de la hambruna desatada tras el Gran Salto Adelante ni a soviético alguno urticaria por los 30 millones del Holomodor ucraniano, pues todo revolucionario marxista que se respete se considera a sí mismo prejustificado por la historia para hacer la revolución al costo que sea.
Se entiende así que nadie en el régimen derramará ni una sola lágrima por los 50 niños venezolanos de deditos traviesos cuyos pequeños pies no volverán más nunca a calzar las cholitas con motivos infantiles que llenaron las aceras frente a un edificio en la avenida Río de Janeiro de Caracas. Ni una sola.
Niños que esperaban por el trasplante de un órgano que nunca llegó. Y no llegó porque sin donación de órganos no hay trasplante posible y en Venezuela el sistema de procura de órganos y tejidos para tal fin hace años que no genera ni una sola donación efectiva. A todo lo cual habría que añadir la virtual parálisis técnica de nuestros hospitales, en los que obtener incluso un elemental examen de orina suele ser una verdadera proeza. Las cifras al respecto son tan elocuentes como conmovedoras y las tenemos a mano para presentarlas ante cualquier instancia técnica seria que quiera examinarlas. Porque no sabemos cómo será en Noruega o en México, pero aquí en Venezuela «número mata letra».
Para los padres, hermanos y dolientes de esos 50 niños venezolanos muertos entre 2017 y 2021 a la espera de un trasplante, no hubo grupos de apoyo en Lima, oficina de atención en Oslo ni puesto reservado en la mesa de Ciudad de México, mientras entre sus brazos sostenían aquellas frágiles vidas hasta que les llegara el fin.
Recientemente se ha vuelto a hablar de «aperturas humanitarias» que ayuden a paliar en algo la tragedia cotidiana del venezolano enfermo. Pero disipadas las luces de los flashes y apagados los micrófonos tras la conclusión de la respectiva rueda de prensa, nada queda. Vamos para un quinquenio hablando de ayuda humanitaria y a mi hospital jamás llegó ni una aspirina.
Cuando se tiene un hijo se tiene a todos los hijos del mundo, escribe en otro verso en bardo Andrés Eloy. Uno, dos, tres, cuatro, cinco: 50 niños cuyos zapatitos quedaron plantados frente a la embajada de México en Caracas y que son tan míos como Magdalena o el pequeño Gustavo Ignacio. Como suyos son también, estimado lector. Y, en tanto que tales, nos duelen. Sus vidas han sido rendidas ante la incordia de un programa político inhumano sostenido en premisas absurdas y aplaudido por pretendidos penseurs que desde su precariedad intelectual aplauden las hazañas de un sistema al que uno de sus más destacados referentes –Ernesto Guevara de la Serna – definió como una perfecta «máquina de matar».
Ayer supe de otro niño más que murió en lista de espera en el J. M. de los Ríos. Se nos acaban los dedos de las manos para seguir contándolos mientras se apela a las medidas de protección de la CIDH, etcétera, etcétera, etcétera…Flatus vocis para quien perdió al hijo querido en largas jornadas de agonía en un hospital público venezolano mientras en la Ciudad de México probablemente estaban repartiendo canapés. Seis, siete, ocho, nueve, diez. Niños venezolanos muertos. Niños todos absolutamente nuestros.
Gustavo Villasmil-Prieto es Médico-UCV. Exsecretario de Salud de Miranda.
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