Matar los delincuentes no resuelve la delincuencia, por Rafael A. Sanabria M.

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El 6 y 7 de febrero, Las Tejerías estuvo tomada por cuerpos de seguridad del Estado. Bandas de delincuentes habían tomado completo control de la localidad. Al hecho de connotación nacional se le llamó Operación Guaicaipuro. Mas el líder negativo de la población tejerieña sigue de pie, lo que constituye una amenaza peor. Por los momentos todo está tranquilo porque los hechos son recientes, pero el problema no está resuelto, está tomando la siesta.
La mayoría de críticas es elogiosa de la actuación de los oficiales. Las bandas neutralizadas tenían completo control del poblado desde hace largo tiempo, a un nivel impensable en un Estado verdadero. Muchos se preguntan: ¿cómo esta situación llegó a tal extremo? ¿Quiénes armaron a estas bandas? ¿Quién les otorgó poder? Hagamos introspección de como esto llegó a ser “normal” para nosotros.
Tomamos unas aspirinas, no hemos curado la enfermedad. Ni que se hubiesen desmontado completamente las bandas que habían tomado control de la población, al punto de transitar con armas largas por las calles, ordenar a la población sobre el frente de sus casas (entre otros ejemplos), hacer el papel de autoridad civil adonde eran remitidos los ciudadanos por las propias autoridades oficiales y lo peor, de juez de familia, juicios públicos que si no fuese por lo inhumano, brutal y primitivo darían risa. “Juicios” espeluznantes como los de las cárceles, donde las condenas a muerte se cumplen, y los condenados gozan de un período para despedirse de madre y pareja, y el día fijado son asesinados.
Las cárceles no gozan de extraterritorialidad. Los crímenes y otros delitos cometidos allí tienen pena, para los directos ejecutantes, los que facilitasen se ejecución y para quienes obvian sus responsabilidades.
También delinquen quienes deben custodiar a los condenados y les faciliten salir de la cárcel, les provean armas y balas, medios para su coordinación con el exterior y para quienes convierten los sitios de reclusión en centros de comercialización.
Desde el siglo pasado estamos oprimidos por un gigantesco nudo de juzgados, cuerpos armados para la custodia y personal civil que han pervertido el sistema de justicia. Eso es conocido por todos. Ese crónico desmadre judicial hizo eclosión cuando desde la altura ministerial se sumaron nuevos factores para romper con lo que en cualquier sociedad civilizada es lo correcto, eliminando todo atisbo de verdadera justicia y diluyendo hasta la noción de país.
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Este desandar, ese desvarío del Estado irresponsable no ha sido cosa de un día. Hace décadas los cuerpos policiales han asaltado a los transeúntes, aparecen alcabalas para “martillar” a los pasajeros de autobuses y hacerles decomisos (robos descarados) y con los camiones hacen muy costoso o imposible el traslado de mercancías dentro del país.
No importa el crimen a ser juzgado si la paga era adecuada para ganar la libertad. Y las cárceles han estado llenas de gente no por los delitos cometidos sino por ser pobres. Todo eso se ha potenciado y asomó su siniestra cara con total desparpajo. Las cárceles son “hoteles” custodiados y pagados por el Estado, por nosotros.
Allí los delincuentes han dirigido detalladamente sus actividades delictivas. las cruentas así como la compra de dólares y, cuando había, las colas en los supermercados, custodiadas por efectivos militares, estableciendo la cuota (“un producto”) que cada ciudadano pagaría a los delincuentes y que luego cambiarían esos productos por balas, sin hablar de las drogas también involucradas.
La convivencia de los poderes del Estado con los delincuentes pasa por permitir y reconocer una dirigencia del delito, de una organización representativa de ellos, convertirlos en interlocutores oficiales que conlleva una inmunidad diplomática o algo que se le parece. Según unos entendidos, algunos “pranes” manejan conglomerados de empresas mamparas y son ahora potentados que vienen brevemente al país en avión privado.
Viene al caso recordar la II Guerra Mundial, cuando USA tuvo tratos con la mafia de Nueva York para que los obreros de los puertos no los paralizasen. Ese es un mal ejemplo, aunque estuvieran en guerra. La diferencia es que nuestro caso no es puntual, es un proceso crónico con repetitivas crisis agudas.
¿Quién es culpable por estas bandas desaforadas? Por qué el Estado va a “controlar” las bandas, si lo que le corresponde es desaparecerlas. No es posible la convivencia, ni material ni éticamente. No hay acuerdos posibles. Incluso si fuésemos pragmáticos sin ética no conviene la asociación con la delincuencia.
Volviendo al caso de la semana pasada, si realmente se hubiesen desmontado. ¿Quién evitará que vuelvan a surgir y armarse? ¿Quién tiene la autoridad material y sobre todo moral para acabarlas definitivamente? ¿Acaso un Estado que se roba a sí mismo y a la ciudadanía? Recién el Presidente destempladamente llamaba la atención a su ministro por las mafias de la gasolina. ¿Qué ha ocurrido, las eliminaron? El mismo cuento que con los robos del Clap. ¿Y lo que fue robado, será devuelto, serán penalizado los que cometieron esto?
“Neutralizar” unos jóvenes (de conducta negativa) no es un triunfo. Estos mozos fueron niños soñadores de un mejor futuro. ¿Quienes los orillaron y mutilaron sus sueños? ¿Quienes los etiquetaron negativamente? ¿Quienes los menospreciaron? A esto hay que darle respuesta. Si se les fuese señalado un norte viable y bueno, muchos hoy estuviesen haciendo ciencia, deporte o cultura.
Guarden las fanfarrias para cuando aúpen con fuerza la trilogía de familia, escuela y comunidad, la tríada esencial.
Mientras se podrán asesinar miles, pero seguirán floreciendo la anomia y la anamorfosis social. Estamos creando un ciudadano escindido existencialmente, para quien el valor de la vida, como fin último, se ha perdido.
Rafael Antonio Sanabria Martínez es profesor. Cronista de El Consejo (Aragua).
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