Recuerdos del «Caracazo», por Luis Alberto Buttó
Twitter: @luisbutto3
Entre el 27 de febrero y el 1 de marzo de 1989 se produjo en Venezuela el desgajamiento violento del endeble sueño de abundancia acunado con el disfrute desaforado de la renta petrolera. La actuación del poder constituido del momento, entrampado entre la necesidad de acometer políticas de rectificación macroeconómicas y la soberbia de creer que la popularidad circunstancial suple la obligatoriedad de convencer a la gente para granjearse el respaldo que se le exige en momentos de cambio, sirvió de vidriera, rota a pedradas, para evidenciar cómo, cuando el liderazgo en ejercicio se desfasa de la realidad, el único colofón posible es el sufrimiento de la gente.
En aquel entonces, todos los elementos constitutivos de la tragedia se conjugaron para desencadenar el espanto transmitido en vivo y directo por radio y televisión. Por un lado, el resultado de la dinámica intrínseca de la sociedad venezolana al venir arrastrando por años injustificables desigualdades en el acceso a bienes y servicios, de las cuales hicieron caso omiso instancias decisivas de poder al desestimar las voces preocupadas que, con sólidos argumentos, alertaron oportunamente sobre el riesgo de los desequilibrios acumulados.
Por otro lado, el torpe manejo de la situación en concreto por parte de la dirigencia que controlaba el gobierno de la época, evidenciado, por ejemplo, en tres expresiones altamente significativas de las equivocaciones ciertamente cometidas pero nunca plenamente asumidas.
Primero, el restarle importancia, durante las primeras horas de ocurrencia, a la gravedad de los hechos desencadenados; o sea, desestimar olímpicamente los posibles alcances de las revueltas en desarrollo. Con ello, se dejó que los ríos se salieran de madre.
Segundo, el desmayo televisado de cierto ministro que, entre otras cosas, dio a entender la poca visión del liderazgo en funciones al jamás imaginarse la posibilidad de que se desatara tal pandemónium.
*Lea también: Privatizaciones buenas y malas, por Jesús Armas
Tercero, la minusválida práctica del sector civil de dejar, como en tantas otras oportunidades de la historia nacional, el arbitrio de ciertos problemas al leal saber y entender del elemento militar. Es decir, recurrir a la simple y dura represión como única respuesta.
Por supuesto, a todo lo anterior hay que agregar, aunque quizás en condición no determinante, el nefasto papel jugado en esas horas aciagas por la subversión agazapada, sempiternamente deambulando por las aceras del país con una cerrilla en la mano en disposición de, en consonancia con sus enfermizos e inacabados devaneos desestabilizadores, producir la chispa que incendiase la pradera de cuyas cenizas emergería la revolución triunfante. Sea como sea, en el transcurso de la jornada, se combinaron todos los ingredientes del cóctel de la desgracia.
A posteriori, con base en la interpretación ideologizada (es decir, con la intención de difundir una falsa conciencia de la realidad) de los sucesos del «Caracazo» se construyó otra versión propagandística de los mitos fundacionales que, a lo largo de la historia republicana, tanto daño le han hecho a la sociedad venezolana. Reedición del falaz y manoseado «de allí venimos», «aquella fue nuestra fuente de inspiración».
Así las cosas, para vestir a determinadas felonías con el ropaje de la épica que nunca tuvieron, se recurrió al manido comodín de condenar al neoliberalismo, sin parar mientes en que, en la práctica real, ese constructo socioeconómico nunca operó en estos lares. A fin de cuentas, camuflaje perfecto para pasados contradictorios, no tan lejanos, que más de uno se calzó sin que fuese de su talla.
A todas estas, cabe preguntarse si la sociedad venezolana debe, definitivamente, cerrar el debate sobre las causas, desarrollo y consecuencias del «Caracazo».
La respuesta lógica es no. Los sucesos de febrero y marzo de 1989 impactaron profundamente el devenir de la historia contemporánea del país.
Divisoria de aguas: de cara a lo ocurrido resultó un antes y un después, completamente diferentes uno del otro, redundancia conceptual planteada ex profeso. Allí, todavía persisten lecciones sumamente importantes por aprender. Claro está, a veces, continúa abierta la brecha entre lo que debe hacerse y lo que en definitiva se hace.
Luis Alberto Buttó es Doctor en Historia y director del Centro Latinoamericano de Estudios de Seguridad de la USB.