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Rúcanos, aliados, templones, por Miro Popić



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Rúcanos, aliados, templones
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Miro Popic | @miropopiceditor | junio 11, 2021

Twitter: @miropopiceditor


Granjerías llamaban antiguamente a las chucherías de hoy. Eran por lo general de confección casera, artesanal, elaboradas familiarmente para contribuir con su venta al sustento hogareño. El DRAE lo reconoce como venezolanismo y lo define como «dulce pequeño o golosina caseros que se hacen generalmente para la venta». Palabra vieja para un concepto antiguo que hoy ha sido sustituido por marcas comerciales de elaboración en serie donde nadie conoce su autor ni le interesa.

Las granjerías eran de obligada venta a la salida de los colegios y en los mercados populares. En un escrito de 1950 de Carmen Clemente Travieso se lee: «Era esta una tradición que se conservó hasta hace pocos años en Caracas. Y, más atrás aún, nuestros cronistas nos hablan de aquellas mujeres de paño y fustán almidonado que se sentaban en los alrededores del mercado de San Jacinto o a las puertas de los colegios y conventos con sus azafates de dulces cubiertos con su manto de tarlatán y con su farolillo de papel y vela de cebo cuando por las noches llevaban sus granjerías hasta la puerta del Teatro del Maderero».

Hay documentos que hablan de que ya en el siglo XVII desde Mérida se exportaban granjerías a Cartagena de Indias y las islas del Caribe, así como a Maracaibo para endulzar el trabajo de las tripulaciones que llegaban a sus puertos.

Famosos eran las creaciones de las monjas del convento de Santa Clara que recreaban «toda clase de flores y frutas con las que los habitantes de esta ciudad adornan las mesas de sus convites», como cuenta Rafael Cartay en su libro La Mesa de la meseta. Un agrónomo francés de nombre Jean-Baptiste Boussingault que visitó a las clarisas en 1823 escribió que le obsequiaron «un surtido de golosinas excelentes».

*Lea también: Venezuela, país invisible: 1899-1902, por Ángel R. Lombardi Boscán

Hasta 1950 todavía se conseguían dulces abrillantados en esa hermosa ciudad, como escribió Ramón David León en su Geografía gastronómica venezolana: «Se trata de una confección de confitería doméstica, típica de la región, y sobre todo de la hidalga capital serrana, que constituyen allá una industria que se remonta a los tiempos más antiguos del coloniaje. Hay familias merideñas que, por tradición y afán laborioso, se distinguen en la manufactura de esos exquisitos dulces que parecen pequeños pedazos de iris espolvoreados de cristal molido. Los hacen de todos los colores, imitando frutas, endurecidas por el azúcar, semejantes a piedras preciosas».

La industrialización de la producción de golosinas acabó con las granjerías criollas dando paso a las chucherías, aunque todavía persisten emprendimientos artesanos que insisten en mantener la vigencia de su valor como exponentes fieles de una tradición que empezó a formarse cuando la caña de azúcar comenzó a florecer en nuestra geografía.

Entre esos dulces de pobres —como yo los llamo— se encuentran unos de carácter especial por su origen y lo trabajoso de su preparación. ¿Qué pasaría si alguien les ofreciera a ustedes o a sus hijos pata de res? Me imagino la cara que pondrían muchos ante una propuesta poco atractiva como esta. Sin embargo, durante años, tal vez siglos, fue una de las golosinas preferidas de los niños antes de que se industrializara el consumo de chucherías.

Son los antiguos aliados, templones, rúcanos, sustancias, gelatina negra, etc., como llaman en Venezuela, especialmente en los Andes y en países vecinos, a una preparación hecha con el cartílago o tuétano de res, mezclado con papelón o azúcar y algo de harina. Todavía se consigue en ciertos pueblos del Táchira. Una versión moderna y coqueta de este anciano postre la comen sus hijos y ustedes mismos cada vez que van a una piñata o a cualquier fiesta infantil cuando les dan gelatina. Porque de eso se trata, de colágeno puro, 100% proteína, antiguamente trabajada hirviendo piernas de animales, hoy diluyendo hojuelas o simplemente mezclando con agua el polvo que venden en cajitas de atractivos colores.

El colágeno de res o de pescado se viene usando en la cocina salada desde 1381 cuando aparecen recetas en Le Viandier, de Taillevent. La incorporación del dulce es posterior y en nuestra geografía se empleó siempre panela o papelón.

Dicen que la primera receta es de Palmira, en el estado Táchira, como cuenta Leonor Peña en su Cocina tachirense. Hay que tener fuerza y voluntad para templar la sustancia de la pata de res hasta transformarla en golosina. Tal vez por eso ya casi nadie la prepara como antaño.

Un grupo de cocineros amigos se ha puesto a la tarea de inventar una máquina que reemplace el paleteo manual y pueda masificarse la producción de los aliados, templones o rúcanos, como quieran llamarlos. Sería una buena manera de contribuir no solo a endulzar la infancia de nuestros muchachos sino también a alimentarlos, que tanta falta hace, cuando el pasado nos alcance. Total, ya estamos cocinando con leña, como antaño.

Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.

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