Saber y progreso, por Luis Alberto Buttó
Twitter: @luisbutto3
Si todo es importante, nada termina siéndolo. La pasmosa ligereza con la cual, día tras día, en medios de comunicación y redes sociales a cualesquiera hechos de la más diversa naturaleza se les coloca el adjetivo de histórico, activa las alarmas en torno a la posibilidad de que en el lenguaje cotidiano irremediablemente se haya diluido el verdadero significado de puntuales acontecimientos que, por sus alcances y consecuencias, demostrablemente cambiaron el destino del hombre sobre el planeta.
Así las cosas, cuando, por ejemplo, el resultado de un simple partido de fútbol es titulado como «histórico» y así se repite para cualquier cosa, desde la escogencia de una «reina de belleza» hasta el cambio de nombre de una arteria vial en la geografía del subdesarrollo, cabe preguntarse entonces, no sin cierto sarcasmo de por medio, qué diferencia puede encontrarse entre supremas banalidades de ese tipo y, verbigracia, la caminata del comandante Neil Armstrong sobre la superficie lunar, acontecida el 21 de julio de 1969.
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Quizás la explicación al contrasentido arriba descrito descansa en el amargo reconocimiento de que entre la pequeñez y la grandeza siempre se encuentra un cráter insalvable abarrotado de insuficiencias.
Las sociedades que fatalmente no comprenden que el éxito de una aspiración trascendente, como la sintetizada en la misión encomendada al Apolo 11, solo es posible gracias al esfuerzo desplegado por los centros donde se produce la más poderosa expresión del cerebro humano, la ciencia y la tecnología de ella derivada, jamás podrán encontrar el camino a la prosperidad. Desgraciadamente, lo que les queda es el sempiterno plañido del incapaz atrapado en su enfermizo locus de control externo
Vale la pena pensarlo, en especial en la época que corre, signada por el hecho de que en los países más avanzados del orbe no menos de 50% de la riqueza que generan depende de su capacidad para incorporar la ciencia y la tecnología a los procesos productivos internos para que estos se caractericen por ser innovadores. Es decir, la efectiva y constante superación de las fronteras trazadas por la imaginación solo para convertirse en el objetivo a ser conquistado.
Dicho de otra manera, hoy en día, el poderío económico de las naciones de mayor desarrollo relativo a escala planetaria radica en el hecho de que su principal fuente de riqueza resulta de producir bienes intangibles; o sea, productos directos de la ciencia creada por investigadores que, como corresponde, son valorados, reconocidos y apoyados como puntales que son en la activación de la imbatible cadena productiva donde los eslabones innovación, crecimiento y progreso están indisolublemente entrelazados. No en balde los expertos acuñaron la categoría de análisis sociedad del conocimiento.
Los discursos no conducen al avance; el conocimiento puro, el conocimiento duro sí. El mundo real, el mundo definido por los logros de la ciencia y la tecnología, es el único donde la gente puede vivir dignamente y cada día mejor.
Eso no se logra en los espacios donde pulula la fantasía armada por la suma de intragables megalomanías e ideologías desfasadas y donde, como práctica recurrente, se explota narrativamente al pasado porque, convenientemente, se sabe de antemano que jamás será cambiado. El pasado utilizado como comodín idóneo para ocultar propias incompetencias.
Nunca dejará de ser necesario recordar una verdadera hazaña histórica como la llegada del hombre a la luna para detenerse a reflexionar sobre el cómo y el porqué ella fue posible. Ello implica entender cuál es la fórmula imbatible para alcanzar la grandeza de un país y, por ende, el bienestar de sus habitantes. El acto de construir los futuros que valen la pena comienza por enaltecer la herramienta que los hace viables: el saber. Es allí donde se achica la infinitud del espacio.
Luis Alberto Buttó es Doctor en Historia y director del Centro Latinoamericano de Estudios de Seguridad de la USB.
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