Salazones en Cuaresma, por Miro Popić
Twitter: @miropopiceditor
Antes que la nevera, fue la sal. Antes que las carreteras, fueron los ríos. Antes que las bombonas de gas licuado, fue la leña. En pleno siglo virtual, la Venezuela del siglo XXI sigue conservando para la alimentación de su gente los sistemas ancestrales que dieron origen a nuestra cocina. No por nostalgia ni respeto por las tradiciones, nada de eso, solo por pragmatismo puro y simple, ante tantas carencias.
El algoritmo del llano, por ejemplo, hoy se programa entre caños y curiaras que culminan en salones de bagres, babo y chigüire.
Salón llaman en la llanura a la conservación en sal de la proteína que proveen caños, ríos y lagunas, y que se trasporta por vía fluvial generando un activo comercio de subsistencia, tal como se hacía desde mucho antes de que surgiera la refrigeración. Los que saben de eso, cuidan esos recodos de caminos acuáticos, para proveerse de sabrosas carnes que se convertirán en pisillos, sopas y guisos, especialmente estos días de Cuaresma cuando la carne de res queda excluida del menú de Semana Santa.
La sal, la única piedra comestible, como la llama Mark Kurlansky, fue el más importante conservador de alimentos de la humanidad, antes de la refrigeración. En Venezuela abundaba en sus costas, como lo constató Alonso de Ojeda en su primer desembarco de 1499 luego de recorrer desde la desembocadura del Orinoco hasta Coquivacoa.
Juan Castaño, en Descripción de la ciudad del Tocuyo, de 1579, da cuenta de que “desde hace treinta años, se proveen estos pueblos de la tierra adentro, de sal marina de los puertos de Coro y Borburata”. Fray Pedro Simón, en su Noticias historiales de Venezuela, cuenta que Borburata se fundó en 1548 en unas salinas que explotaban etnias indígenas: “Hácese en este puerto mucha y muy buena sal de la mar, de que se sustentan los pueblos de Valencia y Barquisimeto, con todas sus estancias y naturales”. Mucho antes los caquetíos de Coro comerciaban sal marina proveniente de la península de Paraguaná que llevaban hasta la sierra de San Luis para intercambiarla por productos de la montaña.
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La sal era vital y, a medida que los asentamientos se alejaban de las costas marinas, cada grupo humano desarrolló inventivas propias para procurársela. Así surgieron sales que hoy nos parecen inimaginables: sales lacustres, sales terrestres y hasta sales preparadas con vegetales. Uno de los primeros en dejar constancia de ello fue Cey cuando escribió que “sufren en estos llanos de falta de sal y la estiman mucho por no tenerla y estar el mar distante… La sal se tiene en grandísima estima, entre los indios y los cristianos, que allí se trae del mar, pero no alcanza ni para medio día. Los indios la fabrican muy artificial, en aquellos llanos que distan de aquí 5 leguas que llaman llanos de Quibor”.
¿En qué consistía esa sal de fabricación indígena? “La hacen de una tierra superficial, salitrosa, cociéndola y colocándola con agua de lluvia en aquella tierra, después la cuecen, poniéndole un poco de aquella tierra hecha polvo y hacen así ciertos panes… pequeños y grandes y los venden, a cambio de maíz, a indios y cristianos”.
Cey habla también de una sal vegetal que en los llanos los indios “la hacen artificial, de cenizas de palma y orina, amarguísima y deplorable”. Según Juan Cataño, en Descripción de la ciudad del Tocuyo, de 1579, “los naturales que no pueden alcanzar esta sal (la marina), queman enea y otras yerbas y la ceniza de ello la comen por sal”.
Fray Pedro Simón, afirma que “usan de quemar cogollos de palma, y haciendo lejías de aquella ceniza, las cuajan con fuego y se hace de modo de salitre blanco en panes de la forma de la vasija en que las cuajan, y les sirve de mala sal, porque es amarga y desabrida”, como lo vio en los llanos de Barinas y Portuguesa.
Cuando Alejandro de Humboldt visitó Venezuela en 1800, constató que los indígenas del sur queman “un algo que el Orinoco deja sobre las rocas vecinas cuando, después de grandes crecientes entra de nuevo en su cauce. En Javita se fabrica la sal por la incineración del spadix y de las frutas de las palmeras seje o chimú”.
En el occidente, la sal que se extraía del lago de Maracaibo se utilizaba como elemento de intercambio entre etnias indígenas.
Rodrigo de Argüelles y Gaspar Párraga, en Descripción de la ciudad de Nueva Zamora, su término y Laguna de Maracaybo, cuenta que “también todos los indios destos pueblos comarcanos á esta laguna se sustentan de la sal de aquí, y desta sal se provee esta ciudad á trueque de maíz y bizcocho y harinas que se trae de Mérida y Trujillo”.
Al margen de filosofías religiosas alimentarias, la sal tiene la virtud no solo de conservar los alimentos, de prolongar la vida útil de lo que vamos a comer, de combatir la podredumbre. La sal es alquimia pura que enriquece todo lo que cubre. Traten ustedes de comer una pierna de cerdo cruda. Hagan lo mismo, pero con la pierna de cerdo curada en sal transformada en jamón. ¿Cuál les va mejor?
Por eso, deberíamos alegrarnos cuando decimos que estamos salados.
Miro Popić es cocinólogo. Escritor de vinos y gastronomía.